lunes, 21 de febrero de 2011

La Sirena Varada

Era una noche cualquiera en cubierta. Esa noche me había tocado hacer la guardia por si pudiéramos ser abordados por piratas con la oscuridad como cómplice.
Noche fría, oscura y solitaria, con la luna llena como única compañera a la que contarle mis confidencias y secretos. Hacía mucho que únicamente confiaba en ella y su silenciosa escucha, pues había demostrado ser más discreta y de fiar que mis propios compañeros de tripulación, o aquellas personas que decían ser mis amigos. Palpé en los bolsillos de mi chaqueta, buscando mi viejo paquete de "Ducados", sólo para recordar que hacía ya dos años que había dejado de fumar.
Definitivamente la vida en alta mar me estaba volviendo loco: Buscar en los bolsillos un paquete de tabaco cuando ya se ha dejado de fumar, hablar sólo y en voz alta a un pedazo de roca suspendido en el cielo por que no confías en nadie... eso no podía ser nada bueno. Entonces lo oí.
Era un sonido que al principio no reconocí, y que poco después pensé que era producto de mi imaginación. "Me estaré volviendo majara del todo" Pensé, pero el sonido iba haciéndose cada vez más nítido y persistente; sea lo que fuese, estábamos acercándonos. El sonido era un lamento de mujer como nunca antes lo había oído. No se trataba de unos simples gemidos lastimeros o un llanto vulgar y corriente; era una voz dulce, suave y melodiosa que no llegaba únicamente a los oídos, si no que se abría paso hasta el corazón, transmitiéndote su pena y dolor. Bastaron un par de minutos escuchando aquel sonido para sentirme contagiado de su congoja y dolor.


Escudriñé con mis ojos en la oscuridad, buscando el origen de aquella voz; temía que alguna mujer hubiera caído de algún barco de pasajeros, y estuviese en sus últimos esfuerzos, luchando agónicamente por no ahogarse.
No tardé en vislumbrarla a pesar de que la noche era bastante cerrada, y sin apenas estrellas en el cielo; pero a unos cien metros la pude distinguir; y vive Dios que era la criatura más hermosa que jamás habían visto mis ojos. Sus cabellos dorados competían en fulgor con el sol de la mañana cuando sale en el horizonte y sus rayos se reflejan en las aguas, unos hermosos ojos de color aguamarina me observaban suplicantes, con la esperanza de poder ser salvada. Sus labios, de un color rubí intenso, se movían en una mueca suplicante, que dejaba escapar aquel sonido que hipnotizaba; ese sonido que me envolvía, me rodeaba, y me invadía de fuera hacia adentro y viceversa, no dejando un rincón de mi cuerpo sin recorrer, e inundándome con su angustia.
El barco se aproximaba cada vez más, con el consiguiente riesgo de que fuese atraída hacia las hélices, suponiendo esto un trágico final para aquella muchacha de belleza indescriptible y voz tan incomparable y embriagadora. Detuve las máquinas y, como nos encontrábamos cerca de la costa, eché el ancla, inmovilizando el barco, mientras me dirigía a uno de los botes salvavidas para poder rescatar a la pobre chica.


Había cargado en el bote algo de ropa de abrigo, pues seguramente estaría helada, y me dirigí al rescate. Según me fui acercando empecé a ver que la muchacha estaba desnuda de cintura para arriba. "La pobre debe estar helada" Me sorprendí a mi mismo pensando; y es que la desnudez de su cuerpo, dejaba ver una hermosa anatomía que concordaba con la belleza de su rostro. Era un cuerpo realmente bello que invitaba a tenerlo cerca y no dejarlo ir jamás; un cuerpo, cuya sola visión embriagaba, hipnotizaba y atraía de igual manera que lo hacía su voz; y aún así, mi sentido del cuidar del prójimo, mis sentimientos de caridad, pesaban más que mis instintos masculinos propios de alguien que llevaba en alta mar meses sin haber visto una mujer en todo aquel tiempo.
Sin embargo, según me fui acercando, dos sentimientos sustituyeron al de caridad, y a los instintos de posesión carnal ante la vista de un cuerpo desnudo.
El primero fue de incredulidad; pues al irme acercando, pude distinguir que bajo su cintura, en el lugar donde debieran haberse encontrado unas piernas, lo que había era una inmensa cola de pescado, con unas escamas plateadas que reflejaban perfectamente la luz de la luna llena.
"No puede ser" Me repetía para mis adentros "Te has vuelto completamente loco de tanto estar en alta mar alejado de las mujeres, y sin confiar en nadie; demasiado tiempo charlando sólo con el pedrusco ese que cuelga del cielo; las sirenas no existen" intentaba razonar conmigo mismo.
Pero mis ojos desmentían lo que mi mente se negaba a aceptar. Aquel ser era una sirena, y y no había consumido ni una gota de alcohol, ni estaba tomando medicamento alguno; estaba durmiendo un número decente de horas, y estaba totalmente hidratado, por lo que no había motivo alguno para sufrir ningún tipo de alucinación.
El segundo sentimiento fue de terror: Recordaba perfectamente lo que decían las viejas leyendas sobre dichos seres. Las sirenas consideraban que el reino de los mares les pertenecían, y que los hombres que nos aventurábamos en alta mar eramos invasores. Por ese motivo, habían desarrollado un arma bastante mortífera para defender sus dominios: Sabedoras de que los marinos pasábamos varios meses alejados de cualquier contacto femenino, usaban sus cantos, la calidez embriagadora de su voz para poder atraernos hacia zonas rocosas donde ellas se encontraban, para que nuestros barcos se hicieran trizas con las rocas y así morir ahogados. Si alguno sobrevivía, ellas mismas se encargaban de sumergirnos en las profundidades del mar, y hacernos servir de alimento para los tiburones.

Estaba horrorizado; pues sabía lo que me esperaba, pero no podía resistirme a aquella dulce voz que me llamaba. Mi barca se iba acercando más y más. El horror iba dejando paso a la ira. Yo ni siquiera sabía de la existencia de dichos seres, no deseo poseer los mares, si no que trabajo en ellos, dejando atrás a mi familia y seres queridos con la única intención de buscarme el sustento; y aún así, aquel ser iba a matarme por una cuestión de territorialidad.
Intenté sacar fuerzas de donde no las había; el poder de su voz, que penetraba por mis oídos y circulaba por mis venas, me impulsaba a acercarme más y más. Estaba furioso: furioso con ella por querer acabar conmigo usando esas dotes entre seductoras, y apelantes a la caridad humana; y también estaba furioso conmigo mismo, por ser incapaz de resistirme a esa invitación a la muerte. De forma mecánica e involuntaria, seguía remando hacia ella, y, maldiciéndome una y otra vez, la odiaba en silencio, siendo incapaz de articular palabra alguna. Aún así, parece que la resistencia mental funcionaba, al menos en parte, pues el ritmo al que me acercaba a ella era bastante más lento que al principio.
Ella (¿o debería decir "aquella cosa"?) debió de notarlo, pues redobló sus esfuerzos y me sentí más triste y compadecido aún de ella. La furia hacia aquel ser y lo que me estaba haciendo, me hizo desear acabar con su vida tan pronto llegase hasta ella; y recordé el cuchillo que llevaba en el interior de mi chaqueta.
Fue cuando me acerqué que descubrí la sangre. Aquel ser de belleza física tan deslumbrante, estaba herido; profundos cortes surcaban su desnuda espalda, la piel de sus brazos, una mejilla de aquel rostro de muñeca, y en su cola de pez, pude ver que faltaban escamas.
Aquella sirena no quería atraerme a la muerte; era una petición genuina de ayuda. Se había enredado con unas algas, y la corriente la había atrapado entre aquellas rocas. La fuerza del oleaje empujándola contra sus afilados bordes, y la imposibilidad de moverse debido a lo enmarañado de las algas, la habían dejado en esa situación.
Me aproximé con cuidado a la zona, para no ser golpeado yo también, y eché un amarre para que la barca quedase inmovilizada; la sirena había dejado de cantar, el esfuerzo la había dejado extenuada. ¿Cuantas horas llevaría así? No lo sé, pero tenía la impresión de que nos quedaba poco tiempo, por lo que saqué el cuchillo, y empecé a cortar las algas que la inmovilizaban.
Me maldije a mí mismo por mi desconfianza; aquel hermoso ser estaba pidiendo ayuda, y yo estaba odiándola y pensando en acabar con su vida. Apremiado por su respiración cada vez más entrecortada, fui cortando con más prisa aún sus ataduras. Crucé un par de veces mi mirada con la suya y... nunca olvidaré lo que vi:
En aquellos ojos distinguí la súplica por ser liberada, el deseo de vivir y no querer acabar de aquella manera tan dolorosa su existencia; pude ver el apremio en su mirada, pues cada segundo era vital, cada resistencia de esas ataduras era tiempo en el que sus heridas permanecían abiertas y llenándose cada vez más de agua salada (y contaminada) lo cual le dolía y empeoraba su situación. En sus ojos se dibujaba el dolor de aquellas heridas causadas por el filo cortante de las rocas, y la desesperanza de quien sabe que es demasiado tarde.
Al final logré liberarla, justo cuando empezaba a desvanecerse; la monté en el bote, pues imaginaba que el olor de la sangre no tardaría en atraer a los tiburones; y en su estado, huir o defenderse era imposible.
Remé hacia el barco, pero ella me dijo en un casi imperceptible susurro: "Llévame a la orilla, quisiera poder tocar tierra firme por primera y última vez"
Lloré en silencio todo el trayecto hasta la orilla; mi desconfianza, mis prejuicios y mi miedo le habían costado la vida a aquel ser. Iba a ser testigo de primera mano de una muerte bastante desafortunada y triste que yo podía haber impedido. ¿Qué clase de ser humano era? Os lo diré: de los peores. Me odié sincera y profundamente según nos acercábamos a la orilla, por eso remé con más furia aún, pues deseaba que al menos estuviera viva aún cuando la depositase en la arena de la playa.
La barca encalló con el fondo a unos diez metros de la orilla, por lo que me puse en pie cargué con ella en brazos.
"¿Cual es tu nombre?" Preguntó con casi un hilo de voz. Me avergonzaba de mi actitud; no me atrevía a decirle mi nombre en voz alta, pues hasta de eso me avergonzaba; me daba asco hasta pronunciar mi nombre a aquel pobre ser al cual había contribuido a dejar morir. Miré hacia mi barco, y leí en voz alta el nombre que figuraba en la cubierta: "Neptuno"
Ella sonrió trabajosamente, estaba al límite de sus fuerzas. Tal vez lo hizo por la ironía que le suponía que un habitante de la superficie se llamase igual que su Dios y rey. "Has hecho lo que has podido, mi buen Neptuno de la superficie; aún siendo... de tierra firme...no has dudado... en ayudarme, y por eso... siempre te estaré... agra..de..ci..da" Noté el roce de sus labios en mi mejilla, y cómo la temperatura de estos pasó del cálido esperado al principio del beso, a un gélido tacto justo antes de despegarlos de mi rostro y que coincidió con nuestra llegada a la playa.
La deposité con toda la dulzura que me fue posible en la arena, mientras mis ojos no pudieron contener por más tiempo el torrente de lágrimas que pugnaba por salir. Me dejé caer sobre su abdomen, y en esa postura, con las rodillas hundidas en la arena, estuve llorando amargamente hasta el amanecer la muerte de aquel ser. Antes de que la aurora inundase por completo la tierra, envolví su cuerpo con una de las mantas que había en el bote, y me acerqué remando lentamente hacia mi barco, el "Neptuno". Nadie creería mi historia, y si mostrase su cuerpo para demostrar que no estoy loco, me la arrebatarían para que los científicos la estudiasen, pinchasen, cortasen y ultrajaran su cuerpo de mil y una formas que se me antojaban una violación pura y dura de aquel ser tan dulce. Con decisión y dolor, dejé caer el bulto al agua, devolviéndola a su hogar, el fondo del mar.
Cuando el resto de la tripulación despertó, me encontró empapado en cubierta, y con una botella de whisky vacía a mi lado. Aquello supuso mi expulsión del barco; y como las noticias corren rápido, nadie estaba dispuesto a contratarme para su tripulación.
Han pasado 20 años desde entonces, y no he vuelto ni a acercarme a la costa; aquello supondría el recordarla, y revivir mi terrible culpa. Mi jugada del whisky y la charada del marinero borracho en el turno de guardia me salió bien.
Sólo espero que ella, esté donde esté, sepa perdonar lo que hice aquella noche; aquel error e juicio que terminó por costarle la vida, y aquel último beso que deposité en sus labios ya fríos, a modo de despedida, justo antes de arrojarla de nuevo al mar.