domingo, 29 de noviembre de 2020

Hay un corazón que mana

 

    Llegué a la parroquia allá por 1995 (¡25 años ya!); en 1996 me uní al grupo de animación litúrgica (coro para los amigos), y ese mismo año adquirí mi primera guitarra. Desde entonces, he hecho de los cantos mi forma de orar. En otra ocasión, ya hablé de pararnos a mirar qué nos dicen en las canciones que escuchamos habitualmente por la radio, y en esta, me gustaría hacerlo acerca de una canción que aprendí durante mi estancia en el Coro Joven Diocesano de Alcalá.

     El tema en cuestión se llama “Hay un corazón que mana”, cuya autoría corresponde a Paloma Franconi, y es cantada en muchas parroquias en la celebración del Corpus Christi. Os reproduzco ahora la letra:


Hay un corazón que mana, que palpita en el sagrario,
un corazón solitario,que se alimenta de amor.
Es un corazón paciente, es un corazón amigo
el que habita en el olvido, el corazón de tu Dios.

Es un corazón que espera, un corazón que perdona
que te conoce y te toma de tu vida lo peor.
Que comenzó esta tarea una tarde en el calvario,
y que ahora desde el sagrario tan solo quiere tu amor

Decid a todos que vengan a la fuente de la vida
Que hay una historia escondida dentro de este corazón
Decidles que hay esperanza, que todo tiene un sentido,
que Jesucristo está vivo. Decidles que existe Dios.

Es el corazón que llora en la casa de Betania,
el corazón que acompaña a los dos de Emaús
Es el corazón que el joven rico amó con la mirada
el que a Pedro perdonaba después de la negación.

Es el corazón en lucha del huerto de los olivos,
que amando a sus enemigos, hizo creer al ladrón.
Es el corazón que salva por su fe a quien se le acerca
que mostró su herida abierta al apóstol que dudó.


     Ciertamente, la letra tiene un mensaje bastante claro y directo, y un gran mensaje de Esperanza en estos tiempos tan agitados que nos están tocando vivir a todos; tiempos en los que la apatía, la tristeza, y la desesperanza, parecen flotar en el ambiente, e invitan a cualquier cosa, menos a la alegría.

     


    Por ello, y a pesar de todas esas dificultades, y ese horizonte oscuro que se quieren empeñar en pintarnos, me gustaría recordar a toda aquella persona que lo necesite, a través de esta pequeña y bella canción, que ahí, en el sagrario; hay un corazón esperando para darle ese Amor y Esperanza que tanto necesitamos (y hoy, mucho más que en otras ocasiones): un corazón que padeció la incomprensión de los demás, la traición y abandono de los amigos; y aún así, ese corazón herido, humillado y maltratado, siguió y sigue amándonos, y esperándonos paciente a que acudamos a Él. Un corazón cuyo nacimiento conmemoramos en estas fechas para recordarnos que somos hijos e hijas de Dios, familia espiritual; y que como tales, con amor hemos de tratarnos.

¡Feliz Navidad, de parte de otro corazón más!

Josele

jueves, 15 de octubre de 2020

Los Vidajenas

      Nuestro cómico nacional, José Mota, en uno de sus personajes, llamado “La vieja del visillo” caricaturiza una forma de ser y comportarse muy conocida por todos: la del cotilleo. Ya sabéis, esa gente que parece que tiene que saberlo todo de todo el mundo, y además tiene que hablar de ello con todo el que se cruza. Y así ha sucedido que, se usa ese personaje para renombrar a esas personas que, durante todos estos años hemos conocido con otras denominaciones como “Cotilla”, “Maruja”, “Portera” o “Radio patio/macuto”. Sin embargo, mucho más descriptivo se me antoja el término que se utiliza en Panamá; menos dados a sutilezas, ellos usan “Vidajena”

     Y, en efecto, es así como parecen comportarse esas personas: metiéndose en la vida de los demás, les importe o no, y conversándolo con otras personas a las que, con toda seguridad, tampoco sea algo de vital importancia para ellas. Y todo eso ¿para qué? ¿Para darse una importancia que no tienen o no son capaces de conseguir por otros medios? De pequeños nos decían mucho la cita “El conocimiento es poder”, pero ese tipo de conocimiento, que, esta gente puede creer que le otorga un poder sobre otras personas, se me antoja una perversión de la cita bastante poco agradable. Y es que, además, una de las actitudes de estas personas “vidajenas” es la de jactarse de que saben algo que los demás no, y además lo saben antes que nadie; y se creen con derecho a ir pregonándolo por todos los rincones, sin pararse a pensar en el daño que le pueden hacer a la persona afectada.

     Y vuelvo a preguntar: ¿Para qué? ¿Para sentirse importantes? ¿Para crearse un status al que son incapaces de acceder por otros méritos más constructivos? Me vais a perdonar si mis palabras ofenden, pero no lo veo bien; y lo considero una de las formas más cobardes de hacerle daño a la gente, pues, por lo general, todas esas habladurías sobre otras personas, se hacen a espaldas de las mismas, sin darles ocasión a verificar lo que se dice de ellas. Más aún, observo que este tipo de actitud es un tremendo y dañino cáncer que se extiende por más sitios de los que nos gustaría: los trabajos, el vecindario, e incluso las comunidades parroquiales.

     “Josele, ¡Exageras!” me diréis más de uno. ¿Seguro? ¿Qué tal si hacemos un poco de examen de conciencia, y repasamos si realmente alguna vez no hemos participado de dichas conversaciones? ¿Cómo ha llegado a nosotros información concerniente a determinadas personas sin que las propias interesadas nos lo hayan dicho?

     Mirad si la cosa es seria, que incluso nuestro Papa Francisco se ha pronunciado sobre el tema en más de una ocasión. Esto es lo que dijo en 2013: Eviten los "cotilleos", pues estos sólo dañan la calidad de las personas, del trabajo y el ambiente. Os pido ejercer la objeción de conciencia para que nos opongamos a practicar una ley no escrita de nuestros ambientes, que por desgracia es la de los cotilleos. En este caso, se dirigía a los sacerdotes; pero mirad lo que ha dicho más recientemente, en concreto, en Septiembre de este mismo año: Por favor, hermanos y hermanas, hagamos un esfuerzo por no cotillear y hablar por la espalda. El cotilleo es una plaga peor que la COVID-19. El diablo es el mayor chismoso. Siempre está diciendo cosas malas de los demás. Es el mentiroso que intenta dividir a la Iglesia. Si algo sale mal, ofrece silencio y oración por el hermano o la hermana que se equivoca, pero nunca chismorrees.

     Ahora nos toca a todos y cada uno de nosotros reflexionar, y tratar de evitar este tipo de actuaciones, que no hacen ningún bien a nuestros hermanos; sepamos ser discretos, y tratemos de ser menos “Vidajenas”. Y cuando veamos que estamos cayendo en ello, recordemos otro dicho que se está popularizando mucho: “Lo que dice Juan de Santiago, dice más de Juan que de Santiago”

jueves, 2 de julio de 2020

Etiquetas


     Hoy en día, cuando vamos a comprar, es muy fácil distinguir los productos no sólo porque en muchos casos podemos ver el contenido de sus envases, si no por las etiquetas identificativas de los mismos. Así podemos saber qué fabricante ha hecho determinado producto, de dónde viene, e incluso su composición. Eso nos lo pone todo más fácil, ¿verdad? Tenemos todos claro que una etiqueta es lo que da identidad a un producto.
     ¿Y con las personas? De primeras, puede parecer muy fuerte el compararnos con productos; y sin embargo, lo hacemos casi de continuo, para poder distinguirnos a unos de otros, como si tuviéramos la increíble e imperiosa necesidad de distinguirnos de los demás; y para ello, no dudamos en etiquetarnos de mil y una manera diferentes. Podemos identificarnos como hincha de un equipo de fútbol, por nuestras tendencias ideológicas, nuestras aficiones en las que destacamos, el sobrenombre o mote entre nuestros allegados, nuestra profesión… Tal vez en una necesidad de buscar nuestra propia identidad, aunque para ello nos estemos “apuntando” a determinados colectivos (Irónico, ¿verdad?); o por el deseo de sentirnos aceptados y queridos por los demás.
     Y también, (y esto podría resultar preocupante) lo hacemos pera describir o distinguir a los demás. Podemos hacerlo para distinguir a un Antonio de otro (cuando conocemos a varios), o para asegurarnos de que estamos hablando de una persona de los interlocutores desconoce el nombre, pero más o menos, por el resto de descripciones (etiquetas) sí nos hacemos una idea de quién es.
    Y ahora viene la parte a donde empieza mi inquietud: cada vez con más frecuencia, para señalar y atacar al prójimo. De unos años a esta parte (aunque en estos meses recientes la cosa se ha acentuado más), cada vez leo y oigo cómo personas señalan a otras personas con etiquetas acusándolas de pertenecer a agrupaciones y colectivos que el acusador considera negativos y que es lo peor que se le puede ocurrir hacia una persona; marcándola y señalándola de la misma manera que los nazis marcaban a los judíos, o los protestantes en América del Norte marcaban con una “A” de color escarlata y bien visible a las personas adúlteras, para humillarlas delante de toda la comunidad.
     Una vez más, las personas estamos utilizando una herramienta que es útil, para atacar y hacer daño. ¿Y todo para qué? ¿Para satisfacer nuestro ego quedando por encima del otro, machacándolo, pisoteándolo, y buscando hacerle daño?
     Os propongo que cambiemos el chip, pues se nos está olvidando una etiqueta muy importante; una que nos describe, que dice de dónde venimos (una denominación de origen genuina), que dice (como en los pueblos antiguamente) “¿De quién eres?”, y que deberíamos darle mucha más importancia que a aquellas que mencionaba en el segundo párrafo. Aquí os la dejo.

lunes, 30 de marzo de 2020

La Nueva Lepra


    Notó su presencia mucho antes de verlo, pues el inconfundible sonido de las campanillas que portaba, revelaba su proximidad; aún así, para que no hubiera confusión posible, iba alertando con su propia voz: “טָמֵא טָמֵא" (támé, támé = impuro, impuro). No se movió de donde estaba, ni siquiera mostró intención de hacerlo. Al poco, le vio aparecer tras un recodo, cubierto de pies a cabeza con un manto que dejaba entrever un rostro cubierto de vendajes, al igual que brazos y piernas. Con una de sus manos sostenía un cayado del cual colgaba las campanillas que alertaban de su presencia. “ טָמֵא טָמֵא" seguía diciendo con una voz que se iba quebrando. Cuando sus miradas se cruzaron, se quedó inmóvil, esperando a que se marchara. Pero no se marchó; le miró con compasión, y le hizo un gesto para que se acercara. “ טָמֵא" insistió él, pero no vio que no se movía, si no que seguía insistiendo para que fuese hasta donde estaba. Las dudas y el miedo le recorrían por dentro; sabía cual era la ley, y se esforzaba en cumplirla; no sólo por evitar el posible castigo, si no también para evitar pasar su mal a cualquier otra persona. Una vez más, y sin palabras, le invitó a acercarse; el enfermo de lepra, primero con dudas, y sin dejar de temblar, empezó a encaminarse hacia él: “ טָמֵא" seguía diciendo temblorosamente “ טָמֵא" insistía mientras se le acercaba “ טָמֵא" siguió, ya sollozando mientra él, en silencio, le abrazó. Era la primera vez en años que alguien no solo no huía de su presencia, si no que sentía el calor humano del contacto con otra persona; la primera vez que alguien no reaccionaba con repulsa, o desprecio por su condición “producto de su pecado, o el de sus padres”.
     El calor de aquel abrazo, le dio algo más: iba sintiendo que las fuerzas volvían a su cansado y maltratado cuerpo, que esa sensación tanto física como moral de estar cayéndose a trozos, desaparecía. El contacto del abrazo fue finalizando de forma suave, y con una mayor ausencia de palabras con la que había comenzado. El extraño le sonrió y asintió con la cabeza, mientras él, notando una extraña sensación, se llevó las manos al rostro, y comenzó a palparlo por encima de las vendas que lo cubrían. ¿Podía ser? ¡Imposible! Y sin embargo… ahí notaba su nariz, donde desde hacía meses no estaba; sus pómulos volvían a mostrarse firmes al tacto; aquello debía de ser un sueño. Con temor a que no fuera real, pero apresurado también con la esperanza de que sí lo fuese, fue retirándose las vendas, y se tocó, ahora sí sin nada interponiéndose, su rostro entero. Esta vez, el sollozo no articulaba palabra alguna; era un llanto de felicidad al ver que estaba curado. Aún incrédulo, alzó la mirada hacia aquel hombre que, por primera vez en años, le había tratado como un ser humano, en lugar de como un despojo; mas no le vio en el lugar que antes ocupaba. Aquello no podía quedar así; sentía, SABÍA que aquel extraño había sido el artífice de aquel milagro inimaginable, y el corazón le impulsaba a buscarle para mostrarle, con sus ojos aún inundados por las lágrimas, su agradecimiento.

    En tiempos de Jesús, los leprosos eran separados de la sociedad (Lv 13); no podían acercarse a las personas sanas, las cuales, tampoco podían acercarse a ellos para no quedar “impuros”. De hecho, mientras se desplazaban de un lugar a otro, tenían que ir tocando una campanilla mientras gritaban “¡impuro, impuro!” para que nadie se les acercara. Si alguno de ellos sanaba, solo los sacerdotes podían declararlos curados, “puros”. Entonces, y sólo entonces, podían reintegrarse a la sociedad.
     Suena fuerte, ¿verdad? ¿Os suena de algo? Con el tema actual del “Coronavirus” parece que tenemos una nueva lepra que prácticamente nos aparta, nos separa, nos niega ese contacto y calor humano. Cierto es que la alta virulencia y la facilidad de contagio hace que el temor a caer enfermos y transmitir ese mal a quienes queremos, nos hace crear esa pantalla protectora, esa barrera que es la distancia entre las personas. Veo con preocupación, que hay quien pretende separar a la población entre “contagiados” y “sanos”, en una suerte de “puros e impuros”, e incluso quienes se atreven a afirmar que, quienes están contagiados, se lo han buscado ellos mismos por haber cometido alguna imprudencia que les ha expuesto a ello (“fruto de su propio pecado”). ¿De verdad nos estamos deshumanizando tanto? ¿Realmente podemos llegar a ser tan crueles? No es una actitud nueva: ya se puso de manifiesto con la crisis del Ébola, o incluso, años más atrás, con el SIDA cuando apareció en nuestras vidas; siempre era algo que le pasaba a los demás, o a quién “hacía lo que no debía”… hasta que acababa uno siendo golpeado en propias carnes por ese mal, o uno de sus allegados era el afectado. Y entonces, ¿qué? Entonces el enrabietarse con el mundo y con Dios pidiéndole explicaciones de por qué “nos ha tocado la china” (con perdón de la expresión), sin pararnos a pensar en cual era nuestra actitud previa al respecto, y con los aquejados del mal. A lo mejor (a lo mejor), en ese momento es cuando empezamos a experimentar ese aislamiento, ese ser “impuro”, y nos entristecerá el ver que no quieren nada con nosotros; que, de repente, hemos pasado a estar en la otra orilla, y nos preguntaremos con amargura qué le sucede a la gente, y cómo pueden ser tan insensibles hacia nuestro dolor ya no sólo físico a causa del mal, si no también emocional.
     Quiero pensar que a lo mejor estoy exagerando, que no hay gestos de ese tipo, y que no se está condenando al ostracismo a las pobres personas aquejadas por este nuevo mal que tan rápidamente se ha extendido por el planeta. Quiero pensar que gestos como el que vimos la semana pasada, de vecinos de la Línea de la Concepción recibiendo a pedradas, insultos y rechazo a un autobús lleno de gente mayor, evacuada de una residencia de ancianos, se tratan de casos aislados. Y desde ahí, pregunto: ¿Cuál es nuestra actitud ante estas personas que están pasando por un momento de salud tan delicado y están tan vulnerables? ¿Somos capaces de amarlos como lo que son; hijos e hijas de Dios, y como tales, nuestros hermanos? ¿O con la excusa del miedo a contagiarnos les condenamos a ese estado de marginalidad social, apartándolos como apestados, como los nuevos leprosos “טָמֵא" de este año 2020?


viernes, 31 de enero de 2020

La vacuidad de los quereres




     “Te quiero con locura” “Es imposible quererte más” “Eres lo más importante que me ha pasado en la vida” “Me muero si no estás” “No sabría qué hacer sin ti” ¿Os suena? Diariamente observo este tipo de mensajes entre la gente en RRSS (Redes Sociales; sé que en principio, la explicación sobra; pero, por si acaso, hago la aclaración), y no puedo evitar esbozar una sonrisa irónica que oculta cierta tristeza. Tal vez es porque me he pasado más de media vida observando comportamientos ajenos, pero casi soy capaz de predecir con precisión lo que pasará a continuación.

     Y es que, aunque no lo creáis, esas expresiones tan superlativas del querer, en su gran mayoría, acaban desapareciendo como por arte de magia; a veces, de forma tan rápida, que el desconcierto en muchos de los testigos de esos quereres es enorme; en otros casos, esos afectos van diluyéndose poco a poco, hasta que se acaba en una total indiferencia.

     Llamadme exagerado, pero ¿no os da la impresión de que cada vez nos estamos volviendo un poco más excesivos (por no decir “extremistas”) en todo? Se pasa de unos amores y quereres superlativos, desproporcionados y con la imperiosa necesidad de gritarlo a los cuatro vientos (y por que no hay 8, 16 o 32, que si no…), a una indiferencia tremenda, como si la otra persona no hubiera existido en nuestras vidas, o tuviera la misma relevancia que la mota de polvo del mueble de la tele (eso en el mejor de los casos); o a un odio visceral hacia el otro.

     Sería muy injusto achacar este comportamiento sólo a nuestros adolescentes, de los cuales, al tener la inestabilidad emocional que les provoca tanto cambio físico, se supone que es de esperarse. Pero no, damas y caballeros; es un comportamiento que cada vez se ve más generalizado, abarcando todo rango de edades. Recuerdo haber dicho a los protagonistas de dichas proclamas: “Me hacen mucha gracia vuestros tesuperquiero y teultraadoro, y la ligereza con la que os lo soltáis, cuando, en muchas ocasiones, al poco tiempo, de eso no hay nada; o se lo estáis diciendo a otra persona” No les hacía ni pizca de gracia, claro; ¿Cómo me atrevía a ridiculizarles y poner en duda sus sentimientos? Pues tal vez, porque desde mi experiencia, sé que esas relaciones tan profundas, no se forman de manera espontánea de la noche a la mañana; si no que hay mucho trato detrás, mucho roce, muchas vivencias compartidas; y sí, algún que otro malentendido, enfado, y confusión. Me da la impresión de que tendemos a ese magnificar la expresión de afecto por varios motivos que me gustaría desgranar a continuación.

   1º Convencernos a nosotros mismos, y reafirmarnos por encima de toda duda acerca de nuestros sentimientos hacia la otra persona; en este aspecto, tenemos una variante de la expresión “El amor es ciego” que he dado en llamar “Miopía selectiva”, por la cual, aun siendo consciente de los rasgos que menos nos agradan de la otra persona, nos negamos a verlos.

   2º Convencer a la otra persona: y es que, sentimos que nos han engañado tanto, tan profundamente, y tantas veces, que necesitamos convencer a la otra persona que nuestras palabritas no son de esas que se lleva el viento, y que nosotros “no somos como los demás”

   3º Porque no sabemos gestionar bien nuestros sentimientos. Estamos acostumbrados a que se nos educa en el ser prácticos, y se pasa muy de puntillas sobre lo que es sentir, o buscar las causas de lo que nos provocan las emociones como la simpatía hacia otra persona, el dolor, la tristeza… Si un médico busca el diagnóstico de lo que nos pasa para saber cómo tratarnos, ¿por qué no cuidar igualmente esta parte que rige nuestras vidas también?

   4º Por competencia pura y dura: en este mundo en el que vivimos, parece que sólo nos educan para tener más que el de al lado, ser más que el otro, y nunca saciarnos. Si tú tienes 10, yo tengo que tener 20, o 30, o 100; si tú me quieres, yo a ti más de lo que tú llegarás a hacerlo jamás; y tengo que encontrar la forma de “machacarte” con mi amor, que siempre será más que el tuyo porque yo valgo más…

   5º Por puro ego y afán exhibicionista; en realidad, ese querer no es tan desinteresado, y lo que buscamos es el querer desde el yo, de una forma egoísta; y la otra persona es un mero adorno, el objeto directo de una frase en la que el YO es el absoluto protagonista, y la otra persona es alguien a quien “querer” en tanto y cuanto me satisfaga y me llene, sin importarme realmente lo que pueda sentir; para luego escupirla de nuestra vida como un chicle al que ya le hemos sacado todo el sabor que podíamos. Es decir, vivir con un trono en torno al YO, y “cosificando” al otro, utilizándolo como quien usa un calcetín o el mando de la tele.

    ¿Todo esto es nuevo? Puede parecerlo; pero a mí me recuerda mucho a nuestro amigo Pedro, el apóstol. ¿Lo recordáis? El gran Simón, llamado Cefás (Piedra, que acabó derivando en Pedro), el grande, el de “Yo contigo hasta el final, Señor”, el que JAMÁS iba a abandonarle; aquel que se envalentonó para sacar una espada y cortar una oreja cual torero en la plaza, para esa misma noche llegar a negar no sólo ser seguidor de Jesús, si no decir que ni le conocía. Os suena, ¿verdad?

     “¡Pero luego Pedro se redimió!” Me diréis “¡Él era sólo una persona de carne y hueso, igual que nosotros!”. Y, en efecto, es así: Dos mil y pico años han pasado, y parece que no hemos cambiado gran cosa, que no hemos aprendido nada. Toda esta supuesta evolución, toda esta inteligencia y presunta sabiduría que nos vanagloriamos de poseer y… ¡oyes! Que resulta que la misma piedra sigue ahí, y con ella que seguimos tropezando. Uno diría que la vamos a evitar, que hemos escarmentado y aprendido… y lo que acabamos haciendo es tirarnos de cabeza con ella (y hasta cogiendo carrerilla para tener más impulso, y que el impacto sea, si cabe, más espectacular).

     No estoy pidiendo que nos neguemos a sentir y que seamos autómatas; pero sí que tratemos de poner también un poco de cabeza a nuestras entrañas, que no nos dejemos llevar por la euforia, y con ello, crearle falsas ilusiones a la gente; y por supuesto, no convirtamos el Amor en una absurda carrera de competición: Amor es Amor y punto, y no importa la cantidad o intensidad del mismo, ni algo en lo que tengamos que superar a nadie. Eso no es Amor, es un sucedáneo barato que cualquier fabricante pirata te puede vender “por cuatro perras”. Y no, no ensuciemos el nombre del amor invocando su nombre cuando no hay en realidad nada que lo sustente; no prostituyamos la palabra dejándola hueca y sin contenido.

     Recordemos ese AMOR con mayúsculas desinteresado de Dios; ese amor que es desinteresado, que no espera nada, que es querer a la otra persona, preocuparse por ella, y darlo todo, hasta el punto de llegar a dar la vida por ella sin importarte tú mismo/a, sin aditivos, escaparates, ni “selfies”; un amor genuino, como tiene que ser.