viernes, 20 de julio de 2012

Ibros 2012

   Un año más, cogí mi saco de dormir, mi mochila y mi guitarra, y me encaminé al campamento parroquial. Este año nos dirigíamos a Ibros (Jaén), por lo que el calorcito y el sol los teníamos garantizados.
Todos los campamentos son especiales y bien que nos encargamos los monitores de que así sea, pero este para mí tenía un significado realmente especial, pues era el último (tras el verano me marcho a vivir al extranjero y no sé cuando volveré). Lejos de dejar que ese pensamiento triste me dejase incapacitado durante esos 8 días, decidí poner toda la carne en el asador, y darlo todo en las catequesis. 


   ¡Hay que ver cómo cambian las cosas cuando alguien hace las cosas sabiendo que va a ser la “última vez”! Parece que le pones más empeño, más ganas de que todo salga bien, y entonces vuelcas todo tu corazón, todo tu ser en ello. ¿Y si todo lo que hiciéramos fuera pensando que es esa última vez que lo llevamos a cabo? Vale, sí, por un lado acabaríamos derrotados y sin fuerzas; pero por el otro viviríamos con más intensidad. Imaginad un último abrazo, una última sonrisa, unas últimas lágrimas… ¿Por qué no poner ese mismo empeño y corazón también en las primeras, segundas, octavas o quincuagésimo cuartas veces?





   Dios nos ha invitado este año a vivir y a amar intensamente; a permitirle entrar en nuestras vidas, a descubrir y sentir su amor, y a confesarnos una cosa: Que está loquito de amor por nosotros, y que nos quiere incondicionalmente de forma intensa seamos como seamos, con nuestros aciertos y nuestros fallos; cuando somos gente estupenda y cuando somos gente a la que cuesta querer; cuando reímos, cuando lloramos, en nuestros momento de silencio, y también en nuestras algarabías, cuando a los monitores nos cuesta que se preste atención. En todos esos momentos, Dios nos ama a cada uno de nosotros como si fuera la última vez que fuera a vernos o compartir algo con nosotros; de forma intensa, apasionada y dulce; hablándole a nuestro corazón de forma directa, o a nuestros oídos sirviéndose de nuestros sacerdotes y catequistas, y con un mensaje claro y directo: VIVE Y AMA.

miércoles, 18 de julio de 2012

"Papá, cuéntame un cuento"

... dijo Lucas desde su cama.
- Está bien.- dijo su padre. - Pero recuerda que luego tienes que dormirte
- ¡Te lo prometo!.- Respondió el niño con una sonrisa de oreja a oreja
- "Érase una vez, un labriego que tenía un burro con el que llevaba la cosecha al mercado. Cuando veía que el animal iba a detenerse de puro cansancio, el labriego le daba una zanahoria, con lo que el burro recuperaba fuerzas y continuaba adelante con la carga.
   Un día vio cómo otro labriego usaba un método distinto; iba alternando zanahorias con golpes con una vara que tenía en las manos. El hombre pensó que este sería un buen método para ahorrarse una parte de las zanahorias, y decidió adquirir una vara para alternar los estímulos al animal.
   El primer golpe de vara pilló al animal de sorpresa, el cual, se sobresaltó y casi tira la mercancía. Observó con sus diminutos ojos negros a su dueño con la vara amenazándole, y una pequeña nube de tristeza ensombreció su mirada, al punto que empezó a comprender. Al menos sus pausas alternaban golpes de vara, y las dulces y energizantes zanahorias, por lo que aprendió a dosificar sus paradas y procuraba que aquellas en las que le tocaba ser azotado, fueran lo más cortas posibles para no ser azotado en exceso.
   Al cabo de unas semanas, el labriego decidió que podía ahorrarse aún más zanahorias, por lo que las pausas del borriquito eran de dos pausas con golpes, una con zanahorias. El animal, lógicamente, iba acusando la pérdida de la energía que tenía debido a la falta de los nutrientes de las zanahorias, y cada vez iba parándose más, aunque eso significara más golpes inmisericordes de la vara sobre su dolorido lomo.
   Llegó el día en que el labriego decidió sustituir de forma definitiva las zanahorias por la vara; y ahí el pobre burro se dio cuenta de que había llegado definitivamente al infierno. Llegó un momento incluso, en que el animal ya ni notaba los varazos; se había habituado al dolor de los golpes, y su cuerpo ya ni se sobresaltaba al recibirlos, simplemente reanudaba la marcha. Sus ojos, antaño de un color negro brillante, ahora estaban velados por una nube de gris tristeza, y el animal miraba sin ver, únicamente pendiente de que terminara la marcha diaria al mercado, y poder tumbarse a descansar al frescor de una sombra.
  La crueldad del dueño no acabó ahí; le había cogido el gusto a golpear al pobre animal, por lo que decidió quitarle para siempre la motivación de la zanahoria. A veces, le ofrecía el vegetal al animalito, y cuando este, agradecido iba a mordisquearlo, un fuerte golpe de la vara en su hocico (zona muy sensible en los animales), le hacía desistir. Fue así como el animal empezó a temer y a aborrecer lo que había sido antes su fuente de motivación, y a acabar rechazando las antaño para él deliciosas zanahorias. El labriego no podía estar más satisfecho de su obra; ahora ya no tenía que gastar las zanahorias en el animal, y así al venderlas, tenía más beneficio.
   Mas hubo un día en que las fuerzas abandonaron definitivamente al animal, y este, debilitado y desnutrido, convertido en un saco de pellejo y huesos, se dejó caer al suelo con toda la carga. El dueño montó en cólera y empezó a fustigar con rabia al animal, pero el pobre jumento ya no sentía nada; los golpes que antes le hacían ponerse en marcha, ya ni los sentía. Había recibido tantos, que ya era incapaz de reaccionar. Esto enfureció más al labriego, el cual redobló fuerzas y frecuencia en los golpes; aquello era una carnicería, mientras la mirada perdida del animal buscaba los ojos de su dueño en una búsqueda de los motivos que le habían llevado a este punto. Si por lo menos le pudiera dar una zanahoria, aunque fuese pequeñita... pero no, el atreverse a acercar el hocico a una de ellas significaba más dolor aún... al poco rato, el animal pereció.
   Llevaba el pobre burro un rato muerto cuando el labriego se percató de ello. Sólo entonces se dio cuenta de que ahora no sólo tenía que cargar el con la mercancía a cuestas, si no que además, la ley no le permitía dejar a su burro muerto tirado ahí de cualquier manera. Como no podía cargar con todo, decidió comprar otro burro al cual cargó con la mercancía y el burro muerto.
   ¿Quieres saber cuanto le costó el comprar un burro nuevo? Pues exactamente lo que se había ahorrado todo ese tiempo en zanahorias, más un poco más"
- Papá...- Dijo Lucas mirando fijamente a su padre. Papá conocía demasiado bien esa mirada en su hijo; era la que ponía cuando empezaba a hilar las historias que le contaba con su aplicación en la vida real.- ¿Cual es tu zanahoria? ¿Qué zanahorias tenías que te han cambiado por palos?
   El padre sintió una enorme oleada de orgullo hacia su hijo, si no fuera por que estaba ya perfectamente arropado, le sacaría del colchón para abrazarle.
- Lucas.- Empezó el padre.- Tú eres mi zanahoria, y el poder verte cuando llego de trabajar es lo que me da fuerzas para poder ir allí todos los días, a pesar de la enorme cantidad de palos que me dan. Como sabes, ahora tengo que trabajar mucho más, y ese tiempo que me roban de estar contigo, son mis zanahorias, las cuales las sustituyen por el palo de quedarme sin trabajo, y no poder traer dinero a casa con el que comprar la comida entre otras cosas.
-¿Y quién es el labriego en nuestra historia?
- El labriego es una señora que ha decidido que esto sea así, y ha dictado una ley por la cual yo tengo que trabajar mucho más, para que los labriegos puedan ganar más dinero, cuyos beneficios yo nunca veré. ¿Y sabes por qué? Por que a mí el dinero me da igual; mi zanahoria, lo que me motiva e impulsa, es el tiempo que paso contigo.
- Papá, ¿podrías llevarme algún día a conocer a esa señora?
- ¿Por qué motivo, hijo?.- Preguntó extrañado el padre.
- Me gustaría verla cara a cara y darle un abrazo... Me parece que debe de estar muy sola, y no sabe lo importante que es el abrazo que los hijos damos a los papás; si realmente supiera lo que es, seguramente no haría estas leyes que nos separan a ti y a mí. Tú siempre dices que hay que sentir lástima por aquella gente que no conoce lo que es el abrazo de un hijo, ¿no?
- Sí... .- Dijo papá con apenas un hilo de voz.- Es tarde, Lucas; duérmete, que mañana es Lunes y tienes colegio.
- Buenas noches, papá.- Dijo Lucas, y dándose media vuelta, se echó a dormir, cayendo enseguida en los acogedores brazos de Morfeo

    Papá no respondió; sus ojos empezaron a ser arrasados por lágrimas de desconsuelo, tristeza por no poder disfrutar más de la compañía de su hijo, y ternura por su último razonamiento. En silencio, y secándose los ojos, salió de la habitación apagando la luz, y dejando la puerta entornada.