Hoy
en día, cuando vamos a comprar, es muy fácil distinguir los
productos no sólo porque en muchos casos podemos ver el contenido de
sus envases, si no por las etiquetas identificativas de los mismos.
Así podemos saber qué fabricante ha hecho determinado producto, de
dónde viene, e incluso su composición. Eso nos lo pone todo más
fácil, ¿verdad? Tenemos todos claro que una etiqueta es lo que da
identidad a un producto.
¿Y
con las personas? De primeras, puede parecer muy fuerte el
compararnos con productos; y sin embargo, lo hacemos casi de
continuo, para poder distinguirnos a unos de otros, como si
tuviéramos la increíble e imperiosa necesidad de distinguirnos de
los demás; y para ello, no dudamos en etiquetarnos de mil y una
manera diferentes. Podemos identificarnos como hincha de un equipo de
fútbol, por nuestras tendencias ideológicas, nuestras aficiones en
las que destacamos, el sobrenombre o mote entre nuestros allegados,
nuestra profesión… Tal vez en una necesidad de buscar nuestra
propia identidad, aunque para ello nos estemos “apuntando” a
determinados colectivos (Irónico, ¿verdad?); o por el deseo de
sentirnos aceptados y queridos por los demás.
Y
también, (y esto podría resultar preocupante) lo hacemos pera
describir o distinguir a los demás. Podemos hacerlo para distinguir
a un Antonio de otro (cuando conocemos a varios), o para asegurarnos
de que estamos hablando de una persona de los interlocutores
desconoce el nombre, pero más o menos, por el resto de descripciones
(etiquetas) sí nos hacemos una idea de quién es.
Y
ahora viene la parte a donde empieza mi inquietud: cada vez con más
frecuencia, para señalar y atacar al prójimo. De unos años a esta
parte (aunque en estos meses recientes la cosa se ha acentuado más),
cada vez leo y oigo cómo personas señalan a otras personas con
etiquetas acusándolas de pertenecer a agrupaciones y colectivos que
el acusador considera negativos y que es lo peor que se le puede
ocurrir hacia una persona; marcándola y señalándola de la misma
manera que los nazis marcaban a los judíos, o los protestantes en
América del Norte marcaban con una “A” de color escarlata y bien
visible a las personas adúlteras, para humillarlas delante de toda
la comunidad.
Una
vez más, las personas estamos utilizando una herramienta que es
útil, para atacar y hacer daño. ¿Y todo para qué? ¿Para
satisfacer nuestro ego quedando por encima del otro, machacándolo,
pisoteándolo, y buscando hacerle daño?
Os
propongo que cambiemos el chip, pues se nos está olvidando una
etiqueta muy importante; una que nos describe, que dice de dónde
venimos (una denominación de origen genuina), que dice (como en los
pueblos antiguamente) “¿De quién eres?”, y que deberíamos
darle mucha más importancia que a aquellas que mencionaba en el
segundo párrafo. Aquí os la dejo.