Al entrar por la puerta, empezaba la aventura |
Supongo
que toda persona que me lea tiene un “Lugar en el mundo”, un
sitio que ha hecho suyo donde va a “recargar” sus pilas, y a
donde procura ir siempre que puede; el mío se encuentra en Asturias,
se llama Pría, y siempre que hago una visita al norte, procuro sacar
tiempo de donde sea para poder ir allí, aunque sea para estar cinco
minutos.
Sentados aquí, con la guitarra compartíamos los pocos ratos libres |
Pero
¿qué hay allí?, me diréis. Años ha, cuando era un adolescente
recién llegado a esta parroquia, y las hermanas dominicas llevaban
gran parte del peso de la pastoral de jóvenes, había unas
convivencias de verano en aquel lugar, donde compartíamos 8 días
con gente de la parroquia del Buen Pastor de la Peña (Bilbao),
Santos Apóstoles Felipe y Santiago el Menor en la Elipa, y San
Federico de la Dehesa de la Villa (ambas en Madrid). Durante esos
días, rodeados de los bellos parajes asturianos, y dentro de un
clima de bastante austeridad (que luego os describiré), los jóvenes
aprendíamos a apartarnos un poco del ruido, y distracciones de
nuestro día a día, para aprender a mirar en nuestro interior,
profundizar en nuestra Fe, y ver si realmente lo que hacíamos en
nuestra vida cotidiana iba en consonancia con ser cristiano, y qué
podíamos hacer para cambiar eso.
Recta final de la bajada a la playa |
¿Nuestra
dinámica diaria? Levantarse, desayuno frugal (Leche con café o
cacao, y pan del día anterior tostado o galletas), oración de la
mañana (en un oratorio con un techo con vigas de madera que era el
terror de los que éramos un poco más altos de la media), tareas
fijas de limpieza de la casa (del siglo XIX, con suelos de madera que
crujía por muy de puntillas que caminases), tareas rotatorias
(preparar los bocatas, fregadero, preparar la oración de la noche,
los juegos de la velada, poner la mesa…) Catequesis, reflexión en
silencio (una hora aproximadamente sin hablar con nadie,
interiorizando lo que se ha hablado antes), y luego puesta en común
con la gente del grupo en el que estabas mezclado con la gente de las
otras parroquias. En estas puestas en común, al principio costaba
abrirte a gente desconocida, y contar aspectos tan interiores de ti
mismo, pero, “una vez abierto el melón”, no era difícil
escuchar, confiar, apoyarse, estrechar lazos, y, en más de una
ocasión, llorar. Después, tocaba bajar caminando a la playa (unos
40 minutos a pie mientras comíamos un bocata o dos), rato de
esparcimiento en la cala de la playa de Guadamía, y subir caminando
de nuevo (la casa estaba en lo alto de una colina desde la que se
podía ver todo el pueblo de un lado, y del otro las montañas),
tiempo de ducha (sin apenas presión, y sin agua caliente), merienda,
otra catequesis como la de la mañana, cena, velada con juegos, y
oración de la noche antes de irnos a dormir (procurando
tener cuidado con la cabeza de nuevo).
Suena de locos, o poco apetecible para un adolescente de 15 a 18
años, ¿verdad? Y
sin embargo, guardo con mucho cariño el recuerdo de aquellos tres
veranos que tuve la ocasión de ir allí; fueron tres semanas que me
redefinieron como persona, y ayudaron mucho a construir la persona
que a día de hoy soy. No exagero cuando digo que hice grandes
amistades que, a día de hoy, aún perduran, y me dieron ese puntito
que tengo a la hora de elaborar catequesis.
Vista trasera de la casa |
Fue
allí, además, donde conocimos la sencillez de Francisco de Asís,
las reflexiones de San Agustín, y aprendimos no sólo a interiorizar
y a apreciar el silencio, si no también que podríamos vivir
perfectamente con la mitad de lo que teníamos por aquel entonces en
nuestra vida diaria, y que muchas comodidades de las que disfrutamos,
son, en realidad, superfluas.
Quisiera
tener, además, un recuerdo bastante especial hacia el párroco Ángel
Obeso, un montañero que, pese a llevar muchos años jubilado, era
capaz de dejarnos al nutrido grupo de jóvenes que íbamos allá con
la lengua fuera en las marchas hacia los acantilados, mientras que él
apenas sudaba. Hace unos pocos años que subió junto al Padre, y
seguro que está ahí, esperándonos con sus botas de campo,
preparado para llevarnos de excursión.
A
día de hoy, la casa donde nos albergábamos (la Casa rectoral por
aquel entonces), situada justo al lado de la Iglesia de San Pedro, se
ha convertido en un albergue para los peregrinos que hacen el Camino
de Santiago, y por lo visto, ha ganado en ciertas comodidades con las
que antes no contábamos.
"Tú enciende el Sol/Tú tiñe el mar/y tú descubre el velo que oscurece el cielo/y tú ve a blanquear/la espuma la nube..." |
Aún
así, como decía al principio; siempre que voy a Asturias, me
encamino a aquella casa, a aquel lugar, y nada más bajar del coche,
me quedo en pie, observo a mi alrededor, inspiro profundamente
mientras cierro los ojos, rememoro, e incluso recito para mí mismo
los lemas de aquellas convivencias: “El que no vive para servir, no
sirve para vivir”, “Todo lo que no se da, se pierde”, o incluso
la canción de Serrat que fue himno de las mismas “Y bueno pues, un
día más, que se va colando, de contrabando….” . Y tras dar una
pequeña vuelta buscando los cambios que hay y los que no, me dirijo
de vuelta recargado y renovado.
¿Y
vosotros? ¿Tenéis algún sitio similar? ¿Qué tal si lo compartís?
El pórtico de la iglesia, donde hacíamos las veladas |
Pocas vistas me dan tanta paz como esta |
El pozo, nuestro pozo; donde nos sentábamos a reflexionar alejados de todo |