“Te quiero con locura” “Es
imposible quererte más” “Eres lo más importante que me ha
pasado en la vida” “Me
muero si no estás” “No sabría qué hacer sin ti” ¿Os
suena? Diariamente observo este tipo de mensajes entre la gente en
RRSS (Redes Sociales; sé que en principio, la explicación sobra;
pero, por si acaso, hago la aclaración), y no puedo evitar esbozar
una sonrisa irónica que oculta cierta tristeza. Tal vez es porque me
he pasado más de media vida observando comportamientos ajenos, pero
casi soy capaz de predecir con precisión lo que pasará a
continuación.
Y
es que, aunque no lo creáis, esas expresiones tan superlativas del
querer, en su gran mayoría, acaban desapareciendo como por arte de
magia; a veces, de forma tan rápida, que el desconcierto en muchos
de los testigos de esos quereres es enorme; en otros casos, esos
afectos van diluyéndose poco a poco, hasta que se acaba en una total
indiferencia.
Llamadme
exagerado, pero ¿no os da la impresión de que cada vez nos estamos
volviendo un poco más excesivos (por no decir “extremistas”) en
todo? Se pasa de unos amores y quereres superlativos,
desproporcionados y con la imperiosa necesidad de gritarlo a los
cuatro vientos (y por que no hay 8, 16 o 32, que si no…), a una
indiferencia tremenda, como si la otra persona no hubiera existido en
nuestras vidas, o tuviera la misma relevancia que la mota de polvo
del mueble de la tele (eso en el mejor de los casos); o a un odio
visceral hacia el otro.
Sería
muy injusto achacar este comportamiento sólo a nuestros
adolescentes, de los cuales, al tener la inestabilidad emocional que
les provoca tanto cambio físico, se supone que es de esperarse. Pero
no, damas y caballeros; es un comportamiento que cada vez se ve más
generalizado, abarcando todo
rango de edades. Recuerdo
haber dicho a los
protagonistas de dichas proclamas: “Me
hacen mucha gracia vuestros tesuperquiero
y teultraadoro,
y la ligereza con la que os lo soltáis, cuando, en muchas ocasiones,
al poco tiempo, de eso no hay nada; o se lo estáis diciendo a otra
persona” No les hacía ni pizca de gracia, claro; ¿Cómo me
atrevía a ridiculizarles y poner en duda sus sentimientos? Pues tal
vez, porque desde mi experiencia, sé que esas relaciones tan
profundas, no se forman de manera espontánea de la noche a la
mañana; si no que hay mucho trato detrás, mucho roce, muchas
vivencias compartidas; y sí, algún que otro malentendido, enfado, y
confusión. Me da la impresión de que tendemos a ese magnificar la
expresión de afecto por varios motivos que me gustaría desgranar a
continuación.
1º
Convencernos a nosotros mismos, y reafirmarnos por encima de toda
duda acerca de nuestros sentimientos hacia la otra persona; en este
aspecto, tenemos una variante de la expresión “El amor es ciego”
que he dado en llamar “Miopía selectiva”, por la cual, aun
siendo consciente de los rasgos que menos nos agradan de la otra
persona, nos negamos a verlos.
2º
Convencer a la otra persona: y es que, sentimos que nos han engañado
tanto, tan profundamente, y tantas veces, que necesitamos convencer a
la otra persona que nuestras palabritas no son de esas que se lleva
el viento, y que nosotros “no somos como los demás”
3º
Porque no sabemos gestionar bien nuestros sentimientos. Estamos
acostumbrados a que se nos educa en el ser prácticos, y se pasa muy
de puntillas sobre lo que es sentir, o buscar las causas de lo que
nos provocan las emociones como la simpatía hacia otra persona, el
dolor, la tristeza… Si un médico busca el diagnóstico de lo que
nos pasa para saber cómo tratarnos, ¿por qué no cuidar igualmente
esta parte que rige nuestras vidas también?
4º
Por competencia pura y dura: en este mundo en el que vivimos, parece
que sólo nos educan para tener más que el de al lado, ser más que
el otro, y nunca saciarnos. Si tú tienes 10, yo tengo que tener 20,
o 30, o 100; si tú me quieres, yo a ti más de lo que tú llegarás
a hacerlo jamás; y tengo que encontrar la forma de “machacarte”
con mi amor, que siempre será más que el tuyo porque yo valgo más…
5º Por puro ego y afán
exhibicionista; en realidad, ese querer no es tan desinteresado, y lo
que buscamos es el querer desde el yo, de una forma egoísta; y la
otra persona es un mero adorno, el objeto directo de una frase en la
que el YO es el absoluto protagonista, y
la otra persona es alguien a quien “querer” en tanto y cuanto me
satisfaga y me llene, sin importarme realmente lo que pueda sentir;
para luego escupirla de nuestra vida como un chicle al que ya le
hemos sacado todo el sabor que podíamos. Es
decir, vivir con un trono en torno al YO, y “cosificando” al
otro, utilizándolo como quien usa un calcetín o el mando de la
tele.
¿Todo
esto es nuevo? Puede parecerlo; pero a mí me recuerda mucho a
nuestro amigo Pedro, el apóstol. ¿Lo recordáis? El gran Simón,
llamado Cefás
(Piedra,
que acabó derivando en Pedro), el grande, el de “Yo contigo hasta
el final, Señor”, el que JAMÁS iba a abandonarle; aquel que se
envalentonó para sacar una espada y cortar una oreja cual torero en
la plaza, para esa misma noche llegar a negar no sólo ser seguidor
de Jesús, si no decir que ni le conocía. Os suena, ¿verdad?
“¡Pero
luego Pedro se redimió!” Me diréis “¡Él era sólo una persona
de carne y hueso, igual que nosotros!”. Y, en efecto, es así: Dos
mil y pico años han pasado, y parece que no hemos cambiado gran
cosa, que no hemos aprendido nada. Toda esta supuesta evolución,
toda esta inteligencia y presunta sabiduría que nos vanagloriamos de
poseer y… ¡oyes! Que resulta que la misma piedra sigue ahí, y con
ella que seguimos tropezando. Uno diría que la vamos a evitar, que
hemos escarmentado y aprendido…
y lo que acabamos haciendo es tirarnos de cabeza con ella (y
hasta cogiendo carrerilla para tener más impulso, y que el impacto
sea, si cabe, más espectacular).
No
estoy pidiendo que nos neguemos a sentir y que seamos autómatas;
pero sí que tratemos de poner también un poco de cabeza a nuestras
entrañas, que no nos dejemos llevar por la euforia, y con ello,
crearle falsas ilusiones a la gente; y por supuesto, no convirtamos
el Amor en una absurda carrera de competición: Amor es Amor y punto,
y no importa la cantidad o intensidad del mismo, ni algo en lo que
tengamos que superar a nadie. Eso no es Amor, es un sucedáneo barato
que cualquier fabricante pirata te puede vender “por cuatro
perras”. Y no, no ensuciemos el nombre del amor invocando su nombre
cuando no hay en realidad nada que lo sustente; no prostituyamos la
palabra dejándola hueca y sin contenido.
Recordemos
ese AMOR con mayúsculas desinteresado de Dios; ese amor que es
desinteresado, que no espera nada, que es querer a la otra persona,
preocuparse por ella, y darlo todo, hasta el punto de llegar a dar la
vida por ella sin importarte tú mismo/a, sin aditivos, escaparates,
ni “selfies”; un amor genuino, como tiene que ser.