viernes, 31 de enero de 2020

La vacuidad de los quereres




     “Te quiero con locura” “Es imposible quererte más” “Eres lo más importante que me ha pasado en la vida” “Me muero si no estás” “No sabría qué hacer sin ti” ¿Os suena? Diariamente observo este tipo de mensajes entre la gente en RRSS (Redes Sociales; sé que en principio, la explicación sobra; pero, por si acaso, hago la aclaración), y no puedo evitar esbozar una sonrisa irónica que oculta cierta tristeza. Tal vez es porque me he pasado más de media vida observando comportamientos ajenos, pero casi soy capaz de predecir con precisión lo que pasará a continuación.

     Y es que, aunque no lo creáis, esas expresiones tan superlativas del querer, en su gran mayoría, acaban desapareciendo como por arte de magia; a veces, de forma tan rápida, que el desconcierto en muchos de los testigos de esos quereres es enorme; en otros casos, esos afectos van diluyéndose poco a poco, hasta que se acaba en una total indiferencia.

     Llamadme exagerado, pero ¿no os da la impresión de que cada vez nos estamos volviendo un poco más excesivos (por no decir “extremistas”) en todo? Se pasa de unos amores y quereres superlativos, desproporcionados y con la imperiosa necesidad de gritarlo a los cuatro vientos (y por que no hay 8, 16 o 32, que si no…), a una indiferencia tremenda, como si la otra persona no hubiera existido en nuestras vidas, o tuviera la misma relevancia que la mota de polvo del mueble de la tele (eso en el mejor de los casos); o a un odio visceral hacia el otro.

     Sería muy injusto achacar este comportamiento sólo a nuestros adolescentes, de los cuales, al tener la inestabilidad emocional que les provoca tanto cambio físico, se supone que es de esperarse. Pero no, damas y caballeros; es un comportamiento que cada vez se ve más generalizado, abarcando todo rango de edades. Recuerdo haber dicho a los protagonistas de dichas proclamas: “Me hacen mucha gracia vuestros tesuperquiero y teultraadoro, y la ligereza con la que os lo soltáis, cuando, en muchas ocasiones, al poco tiempo, de eso no hay nada; o se lo estáis diciendo a otra persona” No les hacía ni pizca de gracia, claro; ¿Cómo me atrevía a ridiculizarles y poner en duda sus sentimientos? Pues tal vez, porque desde mi experiencia, sé que esas relaciones tan profundas, no se forman de manera espontánea de la noche a la mañana; si no que hay mucho trato detrás, mucho roce, muchas vivencias compartidas; y sí, algún que otro malentendido, enfado, y confusión. Me da la impresión de que tendemos a ese magnificar la expresión de afecto por varios motivos que me gustaría desgranar a continuación.

   1º Convencernos a nosotros mismos, y reafirmarnos por encima de toda duda acerca de nuestros sentimientos hacia la otra persona; en este aspecto, tenemos una variante de la expresión “El amor es ciego” que he dado en llamar “Miopía selectiva”, por la cual, aun siendo consciente de los rasgos que menos nos agradan de la otra persona, nos negamos a verlos.

   2º Convencer a la otra persona: y es que, sentimos que nos han engañado tanto, tan profundamente, y tantas veces, que necesitamos convencer a la otra persona que nuestras palabritas no son de esas que se lleva el viento, y que nosotros “no somos como los demás”

   3º Porque no sabemos gestionar bien nuestros sentimientos. Estamos acostumbrados a que se nos educa en el ser prácticos, y se pasa muy de puntillas sobre lo que es sentir, o buscar las causas de lo que nos provocan las emociones como la simpatía hacia otra persona, el dolor, la tristeza… Si un médico busca el diagnóstico de lo que nos pasa para saber cómo tratarnos, ¿por qué no cuidar igualmente esta parte que rige nuestras vidas también?

   4º Por competencia pura y dura: en este mundo en el que vivimos, parece que sólo nos educan para tener más que el de al lado, ser más que el otro, y nunca saciarnos. Si tú tienes 10, yo tengo que tener 20, o 30, o 100; si tú me quieres, yo a ti más de lo que tú llegarás a hacerlo jamás; y tengo que encontrar la forma de “machacarte” con mi amor, que siempre será más que el tuyo porque yo valgo más…

   5º Por puro ego y afán exhibicionista; en realidad, ese querer no es tan desinteresado, y lo que buscamos es el querer desde el yo, de una forma egoísta; y la otra persona es un mero adorno, el objeto directo de una frase en la que el YO es el absoluto protagonista, y la otra persona es alguien a quien “querer” en tanto y cuanto me satisfaga y me llene, sin importarme realmente lo que pueda sentir; para luego escupirla de nuestra vida como un chicle al que ya le hemos sacado todo el sabor que podíamos. Es decir, vivir con un trono en torno al YO, y “cosificando” al otro, utilizándolo como quien usa un calcetín o el mando de la tele.

    ¿Todo esto es nuevo? Puede parecerlo; pero a mí me recuerda mucho a nuestro amigo Pedro, el apóstol. ¿Lo recordáis? El gran Simón, llamado Cefás (Piedra, que acabó derivando en Pedro), el grande, el de “Yo contigo hasta el final, Señor”, el que JAMÁS iba a abandonarle; aquel que se envalentonó para sacar una espada y cortar una oreja cual torero en la plaza, para esa misma noche llegar a negar no sólo ser seguidor de Jesús, si no decir que ni le conocía. Os suena, ¿verdad?

     “¡Pero luego Pedro se redimió!” Me diréis “¡Él era sólo una persona de carne y hueso, igual que nosotros!”. Y, en efecto, es así: Dos mil y pico años han pasado, y parece que no hemos cambiado gran cosa, que no hemos aprendido nada. Toda esta supuesta evolución, toda esta inteligencia y presunta sabiduría que nos vanagloriamos de poseer y… ¡oyes! Que resulta que la misma piedra sigue ahí, y con ella que seguimos tropezando. Uno diría que la vamos a evitar, que hemos escarmentado y aprendido… y lo que acabamos haciendo es tirarnos de cabeza con ella (y hasta cogiendo carrerilla para tener más impulso, y que el impacto sea, si cabe, más espectacular).

     No estoy pidiendo que nos neguemos a sentir y que seamos autómatas; pero sí que tratemos de poner también un poco de cabeza a nuestras entrañas, que no nos dejemos llevar por la euforia, y con ello, crearle falsas ilusiones a la gente; y por supuesto, no convirtamos el Amor en una absurda carrera de competición: Amor es Amor y punto, y no importa la cantidad o intensidad del mismo, ni algo en lo que tengamos que superar a nadie. Eso no es Amor, es un sucedáneo barato que cualquier fabricante pirata te puede vender “por cuatro perras”. Y no, no ensuciemos el nombre del amor invocando su nombre cuando no hay en realidad nada que lo sustente; no prostituyamos la palabra dejándola hueca y sin contenido.

     Recordemos ese AMOR con mayúsculas desinteresado de Dios; ese amor que es desinteresado, que no espera nada, que es querer a la otra persona, preocuparse por ella, y darlo todo, hasta el punto de llegar a dar la vida por ella sin importarte tú mismo/a, sin aditivos, escaparates, ni “selfies”; un amor genuino, como tiene que ser.