sábado, 22 de septiembre de 2018

Un lugar en el mundo: Pría


Al entrar por la puerta, empezaba la
aventura
  

   Supongo que toda persona que me lea tiene un “Lugar en el mundo”, un sitio que ha hecho suyo donde va a “recargar” sus pilas, y a donde procura ir siempre que puede; el mío se encuentra en Asturias, se llama Pría, y siempre que hago una visita al norte, procuro sacar tiempo de donde sea para poder ir allí, aunque sea para estar cinco minutos.





Sentados aquí, con la guitarra
compartíamos los pocos ratos libres
     Pero ¿qué hay allí?, me diréis. Años ha, cuando era un adolescente recién llegado a esta parroquia, y las hermanas dominicas llevaban gran parte del peso de la pastoral de jóvenes, había unas convivencias de verano en aquel lugar, donde compartíamos 8 días con gente de la parroquia del Buen Pastor de la Peña (Bilbao), Santos Apóstoles Felipe y Santiago el Menor en la Elipa, y San Federico de la Dehesa de la Villa (ambas en Madrid). Durante esos días, rodeados de los bellos parajes asturianos, y dentro de un clima de bastante austeridad (que luego os describiré), los jóvenes aprendíamos a apartarnos un poco del ruido, y distracciones de nuestro día a día, para aprender a mirar en nuestro interior, profundizar en nuestra Fe, y ver si realmente lo que hacíamos en nuestra vida cotidiana iba en consonancia con ser cristiano, y qué podíamos hacer para cambiar eso.



Recta final de la bajada a la playa
     ¿Nuestra dinámica diaria? Levantarse, desayuno frugal (Leche con café o cacao, y pan del día anterior tostado o galletas), oración de la mañana (en un oratorio con un techo con vigas de madera que era el terror de los que éramos un poco más altos de la media), tareas fijas de limpieza de la casa (del siglo XIX, con suelos de madera que crujía por muy de puntillas que caminases), tareas rotatorias (preparar los bocatas, fregadero, preparar la oración de la noche, los juegos de la velada, poner la mesa…) Catequesis, reflexión en silencio (una hora aproximadamente sin hablar con nadie, interiorizando lo que se ha hablado antes), y luego puesta en común con la gente del grupo en el que estabas mezclado con la gente de las otras parroquias. En estas puestas en común, al principio costaba abrirte a gente desconocida, y contar aspectos tan interiores de ti mismo, pero, “una vez abierto el melón”, no era difícil escuchar, confiar, apoyarse, estrechar lazos, y, en más de una ocasión, llorar. Después, tocaba bajar caminando a la playa (unos 40 minutos a pie mientras comíamos un bocata o dos), rato de esparcimiento en la cala de la playa de Guadamía, y subir caminando de nuevo (la casa estaba en lo alto de una colina desde la que se podía ver todo el pueblo de un lado, y del otro las montañas), tiempo de ducha (sin apenas presión, y sin agua caliente), merienda, otra catequesis como la de la mañana, cena, velada con juegos, y oración de la noche antes de irnos a dormir (procurando tener cuidado con la cabeza de nuevo). Suena de locos, o poco apetecible para un adolescente de 15 a 18 años, ¿verdad? Y sin embargo, guardo con mucho cariño el recuerdo de aquellos tres veranos que tuve la ocasión de ir allí; fueron tres semanas que me redefinieron como persona, y ayudaron mucho a construir la persona que a día de hoy soy. No exagero cuando digo que hice grandes amistades que, a día de hoy, aún perduran, y me dieron ese puntito que tengo a la hora de elaborar catequesis.


Vista trasera de la casa

     Fue allí, además, donde conocimos la sencillez de Francisco de Asís, las reflexiones de San Agustín, y aprendimos no sólo a interiorizar y a apreciar el silencio, si no también que podríamos vivir perfectamente con la mitad de lo que teníamos por aquel entonces en nuestra vida diaria, y que muchas comodidades de las que disfrutamos, son, en realidad, superfluas.








     Quisiera tener, además, un recuerdo bastante especial hacia el párroco Ángel Obeso, un montañero que, pese a llevar muchos años jubilado, era capaz de dejarnos al nutrido grupo de jóvenes que íbamos allá con la lengua fuera en las marchas hacia los acantilados, mientras que él apenas sudaba. Hace unos pocos años que subió junto al Padre, y seguro que está ahí, esperándonos con sus botas de campo, preparado para llevarnos de excursión.








     A día de hoy, la casa donde nos albergábamos (la Casa rectoral por aquel entonces), situada justo al lado de la Iglesia de San Pedro, se ha convertido en un albergue para los peregrinos que hacen el Camino de Santiago, y por lo visto, ha ganado en ciertas comodidades con las que antes no contábamos.








"Tú enciende el Sol/Tú tiñe el mar/y tú descubre el velo que
oscurece el cielo/y tú ve a blanquear/la espuma la nube..."
     Aún así, como decía al principio; siempre que voy a Asturias, me encamino a aquella casa, a aquel lugar, y nada más bajar del coche, me quedo en pie, observo a mi alrededor, inspiro profundamente mientras cierro los ojos, rememoro, e incluso recito para mí mismo los lemas de aquellas convivencias: “El que no vive para servir, no sirve para vivir”, “Todo lo que no se da, se pierde”, o incluso la canción de Serrat que fue himno de las mismas “Y bueno pues, un día más, que se va colando, de contrabando….” . Y tras dar una pequeña vuelta buscando los cambios que hay y los que no, me dirijo de vuelta recargado y renovado.
¿Y vosotros? ¿Tenéis algún sitio similar? ¿Qué tal si lo compartís?

El pórtico de la iglesia, donde hacíamos las veladas


Pocas vistas me dan tanta paz como esta


El pozo, nuestro pozo; donde nos sentábamos a reflexionar alejados de todo