miércoles, 6 de noviembre de 2019

¡En nuestras propias narices!


     A la hora de rezar, ¿cómo lo hacemos? Por lo general, pedimos por la salud nuestra o de alguien a quien conocemos; por nuestra bonanza económica y bienestar… Suelen ser las peticiones más comunes. Sí, en ocasiones también oramos buscando guía y consuelo. Como anécdota, diré que los que practicamos deporte solemos pedir fuerzas para llevar a cabo nuestra rutina de ejercicios y hacer frente a las competiciones (¿se podría considerar doping?), y evitar las lesiones que nos dejan en el dique seco, sin poder hacer eso que tanto nos gusta.

     Otra oración habitual suele ser para dar gracias por todo lo bueno que nos pasa y tenemos, aunque, reconozcámoslo, suele ser lo menos habitual; tendemos a acordarnos más de Dios en la necesidad que en la bonanza. Parece que quisiéramos usar la oración como fórmula mágica, como forma sibilina de pretender que Dios nos dé lo que queremos nosotros; como si pretendiéramos que Él hiciera nuestra voluntad. Dicho así, suena un poco fuerte, ¿verdad? Y sin embargo, eso hacemos, aunque sea sin quererlo de forma consciente.

     A ver, a ver… Aunque nos lo sabemos de memoria, voy a transcribir esa oración que Jesús nos dio, y os dejaré una pequeña pista, para ver si tomamos un poco de conciencia al respecto:

Padre Nuestro, que estás en el cielo,
Santificado sea tu nombre,
venga a nosotros tu reino.
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día.
Perdona nuestras ofensas,
como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
No nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal.
Amén (Así sea).


     En todas las misas, en prácticamente todas las oraciones, recitamos el Padre Nuestro; lo hacemos de memorieta, de carrerilla, pero sin tomar conciencia real de lo que estamos diciendo; porque si lo hiciéramos, probablemente el contenido de nuestras oraciones cambiaría mucho, ¿no creéis?

     Esto, que parece tan novedoso por parte de Jesús, en realidad no es tan nuevo. ¿Que no lo creéis? Os voy a citar un par de ejemplos, al menos, los que me vienen a la cabeza (por tema de espacio, os pondré la cita bíblica; y como deberes, os las pongo a buscar) Job 1, 1-22 y 2, 1-10 y Lc 1, 26-38.

     En el libro de Job, éste se pone en disposición de esperar de Dios lo que venga: tanto bienes, como dificultades (aunque, en realidad, no sea Dios quien se las mande), y no sucumbe a la tentación que tenemos muchos de renegar de Él cuando las cosas se nos tuercen (¿Os suena esta actitud?).

     El segundo ejemplo, creo que nos suena bastante más, ¿verdad? María, a pesar de lo que le puede acarrear el aceptar lo que el ángel le anuncia, a pesar de que podía haberse negado y tener una vida como todas las demás, arriesgó, confió, y respondió el “hágase en mí según su palabra”. Aunque tuviera que ver a su propio hijo sufrir una terrible muerte, y sentir la espada de ese dolor atravesar su alma; pero no se negó, aceptó la voluntad del Padre.

     Estoy seguro de que hay muchos más ejemplos, la cuestión es: ¿Estamos dispuestos a aceptar la voluntad de Dios, tal y como pedimos en nuestra oración sin saberlo? Porque esa es la petición que le hacemos; está ahí, en nuestras propias narices.