lunes, 30 de marzo de 2020

La Nueva Lepra


    Notó su presencia mucho antes de verlo, pues el inconfundible sonido de las campanillas que portaba, revelaba su proximidad; aún así, para que no hubiera confusión posible, iba alertando con su propia voz: “טָמֵא טָמֵא" (támé, támé = impuro, impuro). No se movió de donde estaba, ni siquiera mostró intención de hacerlo. Al poco, le vio aparecer tras un recodo, cubierto de pies a cabeza con un manto que dejaba entrever un rostro cubierto de vendajes, al igual que brazos y piernas. Con una de sus manos sostenía un cayado del cual colgaba las campanillas que alertaban de su presencia. “ טָמֵא טָמֵא" seguía diciendo con una voz que se iba quebrando. Cuando sus miradas se cruzaron, se quedó inmóvil, esperando a que se marchara. Pero no se marchó; le miró con compasión, y le hizo un gesto para que se acercara. “ טָמֵא" insistió él, pero no vio que no se movía, si no que seguía insistiendo para que fuese hasta donde estaba. Las dudas y el miedo le recorrían por dentro; sabía cual era la ley, y se esforzaba en cumplirla; no sólo por evitar el posible castigo, si no también para evitar pasar su mal a cualquier otra persona. Una vez más, y sin palabras, le invitó a acercarse; el enfermo de lepra, primero con dudas, y sin dejar de temblar, empezó a encaminarse hacia él: “ טָמֵא" seguía diciendo temblorosamente “ טָמֵא" insistía mientras se le acercaba “ טָמֵא" siguió, ya sollozando mientra él, en silencio, le abrazó. Era la primera vez en años que alguien no solo no huía de su presencia, si no que sentía el calor humano del contacto con otra persona; la primera vez que alguien no reaccionaba con repulsa, o desprecio por su condición “producto de su pecado, o el de sus padres”.
     El calor de aquel abrazo, le dio algo más: iba sintiendo que las fuerzas volvían a su cansado y maltratado cuerpo, que esa sensación tanto física como moral de estar cayéndose a trozos, desaparecía. El contacto del abrazo fue finalizando de forma suave, y con una mayor ausencia de palabras con la que había comenzado. El extraño le sonrió y asintió con la cabeza, mientras él, notando una extraña sensación, se llevó las manos al rostro, y comenzó a palparlo por encima de las vendas que lo cubrían. ¿Podía ser? ¡Imposible! Y sin embargo… ahí notaba su nariz, donde desde hacía meses no estaba; sus pómulos volvían a mostrarse firmes al tacto; aquello debía de ser un sueño. Con temor a que no fuera real, pero apresurado también con la esperanza de que sí lo fuese, fue retirándose las vendas, y se tocó, ahora sí sin nada interponiéndose, su rostro entero. Esta vez, el sollozo no articulaba palabra alguna; era un llanto de felicidad al ver que estaba curado. Aún incrédulo, alzó la mirada hacia aquel hombre que, por primera vez en años, le había tratado como un ser humano, en lugar de como un despojo; mas no le vio en el lugar que antes ocupaba. Aquello no podía quedar así; sentía, SABÍA que aquel extraño había sido el artífice de aquel milagro inimaginable, y el corazón le impulsaba a buscarle para mostrarle, con sus ojos aún inundados por las lágrimas, su agradecimiento.

    En tiempos de Jesús, los leprosos eran separados de la sociedad (Lv 13); no podían acercarse a las personas sanas, las cuales, tampoco podían acercarse a ellos para no quedar “impuros”. De hecho, mientras se desplazaban de un lugar a otro, tenían que ir tocando una campanilla mientras gritaban “¡impuro, impuro!” para que nadie se les acercara. Si alguno de ellos sanaba, solo los sacerdotes podían declararlos curados, “puros”. Entonces, y sólo entonces, podían reintegrarse a la sociedad.
     Suena fuerte, ¿verdad? ¿Os suena de algo? Con el tema actual del “Coronavirus” parece que tenemos una nueva lepra que prácticamente nos aparta, nos separa, nos niega ese contacto y calor humano. Cierto es que la alta virulencia y la facilidad de contagio hace que el temor a caer enfermos y transmitir ese mal a quienes queremos, nos hace crear esa pantalla protectora, esa barrera que es la distancia entre las personas. Veo con preocupación, que hay quien pretende separar a la población entre “contagiados” y “sanos”, en una suerte de “puros e impuros”, e incluso quienes se atreven a afirmar que, quienes están contagiados, se lo han buscado ellos mismos por haber cometido alguna imprudencia que les ha expuesto a ello (“fruto de su propio pecado”). ¿De verdad nos estamos deshumanizando tanto? ¿Realmente podemos llegar a ser tan crueles? No es una actitud nueva: ya se puso de manifiesto con la crisis del Ébola, o incluso, años más atrás, con el SIDA cuando apareció en nuestras vidas; siempre era algo que le pasaba a los demás, o a quién “hacía lo que no debía”… hasta que acababa uno siendo golpeado en propias carnes por ese mal, o uno de sus allegados era el afectado. Y entonces, ¿qué? Entonces el enrabietarse con el mundo y con Dios pidiéndole explicaciones de por qué “nos ha tocado la china” (con perdón de la expresión), sin pararnos a pensar en cual era nuestra actitud previa al respecto, y con los aquejados del mal. A lo mejor (a lo mejor), en ese momento es cuando empezamos a experimentar ese aislamiento, ese ser “impuro”, y nos entristecerá el ver que no quieren nada con nosotros; que, de repente, hemos pasado a estar en la otra orilla, y nos preguntaremos con amargura qué le sucede a la gente, y cómo pueden ser tan insensibles hacia nuestro dolor ya no sólo físico a causa del mal, si no también emocional.
     Quiero pensar que a lo mejor estoy exagerando, que no hay gestos de ese tipo, y que no se está condenando al ostracismo a las pobres personas aquejadas por este nuevo mal que tan rápidamente se ha extendido por el planeta. Quiero pensar que gestos como el que vimos la semana pasada, de vecinos de la Línea de la Concepción recibiendo a pedradas, insultos y rechazo a un autobús lleno de gente mayor, evacuada de una residencia de ancianos, se tratan de casos aislados. Y desde ahí, pregunto: ¿Cuál es nuestra actitud ante estas personas que están pasando por un momento de salud tan delicado y están tan vulnerables? ¿Somos capaces de amarlos como lo que son; hijos e hijas de Dios, y como tales, nuestros hermanos? ¿O con la excusa del miedo a contagiarnos les condenamos a ese estado de marginalidad social, apartándolos como apestados, como los nuevos leprosos “טָמֵא" de este año 2020?