Notó su presencia mucho antes de verlo, pues el inconfundible
sonido de las campanillas que portaba, revelaba su proximidad; aún
así, para que no hubiera confusión posible, iba alertando con su
propia voz: “טָמֵא
טָמֵא" (támé,
támé = impuro, impuro).
No se movió de donde estaba, ni siquiera mostró intención de
hacerlo. Al poco, le vio aparecer tras un recodo, cubierto de pies a
cabeza con un manto que dejaba entrever un rostro cubierto de
vendajes, al igual que brazos y piernas. Con una de sus manos
sostenía un cayado del
cual colgaba las campanillas que alertaban de su presencia. “ טָמֵא
טָמֵא" seguía
diciendo con una voz que se iba quebrando. Cuando sus miradas se
cruzaron, se quedó inmóvil, esperando a que se marchara. Pero no se
marchó; le miró con compasión, y le hizo un gesto para que se
acercara. “ טָמֵא"
insistió
él, pero no vio que no se movía, si no que seguía insistiendo para
que fuese hasta donde estaba. Las dudas y el miedo le recorrían por
dentro; sabía cual era la ley, y se esforzaba en cumplirla; no sólo
por evitar el posible castigo, si no también para evitar pasar su
mal a cualquier otra persona. Una vez más, y sin palabras, le invitó
a acercarse; el enfermo de lepra, primero con dudas, y sin dejar de
temblar, empezó a encaminarse hacia él: “ טָמֵא"
seguía diciendo temblorosamente “ טָמֵא"
insistía
mientras se le acercaba “ טָמֵא"
siguió,
ya sollozando mientra él, en silencio, le abrazó. Era la primera
vez en años que alguien no solo no huía de su presencia, si
no que sentía el calor humano del contacto con otra persona; la
primera vez que alguien no reaccionaba con repulsa, o desprecio por
su condición “producto de su pecado, o el de sus padres”.
El
calor de aquel abrazo, le dio algo más: iba sintiendo que las
fuerzas volvían a su cansado y maltratado cuerpo, que esa sensación
tanto física como moral de estar cayéndose a trozos, desaparecía.
El contacto del abrazo fue finalizando de forma suave, y con una
mayor ausencia de palabras con la que había comenzado. El extraño
le sonrió y asintió con la cabeza, mientras él, notando una
extraña sensación, se llevó las manos al rostro, y comenzó a
palparlo por encima de las vendas que lo cubrían. ¿Podía ser?
¡Imposible! Y sin embargo… ahí notaba su nariz, donde desde hacía
meses no estaba; sus pómulos volvían a mostrarse firmes al tacto;
aquello debía de ser un sueño. Con temor a que no fuera real, pero
apresurado también con la esperanza de que sí lo fuese, fue
retirándose las vendas, y se tocó, ahora sí sin nada
interponiéndose, su rostro entero. Esta vez, el sollozo no
articulaba palabra alguna; era un llanto de felicidad al ver que
estaba curado. Aún incrédulo, alzó la mirada hacia aquel hombre
que, por primera vez en años, le había tratado como un ser humano,
en lugar de como un despojo; mas no le vio en el lugar que antes
ocupaba. Aquello no podía quedar así; sentía, SABÍA que aquel
extraño había sido el artífice de aquel milagro inimaginable, y el
corazón le impulsaba a buscarle para mostrarle, con sus ojos aún
inundados por las lágrimas, su agradecimiento.
En
tiempos de Jesús, los leprosos eran separados de la sociedad (Lv
13); no podían acercarse a las personas sanas, las cuales, tampoco
podían acercarse a ellos para no quedar “impuros”. De hecho,
mientras
se desplazaban de un lugar a otro, tenían que ir tocando una
campanilla mientras gritaban “¡impuro, impuro!” para que nadie
se les acercara. Si alguno de ellos sanaba, solo los sacerdotes
podían declararlos curados, “puros”. Entonces, y sólo entonces,
podían reintegrarse a la sociedad.
Suena
fuerte, ¿verdad? ¿Os suena de algo? Con el tema actual del
“Coronavirus” parece que tenemos una nueva lepra que
prácticamente nos aparta, nos separa, nos niega ese contacto y calor
humano. Cierto es que la alta virulencia y la facilidad de contagio
hace que el temor a caer enfermos y transmitir ese mal a quienes
queremos, nos hace crear esa pantalla protectora, esa barrera que es
la distancia entre las personas. Veo con preocupación, que hay quien
pretende separar a la población entre “contagiados” y “sanos”,
en una suerte de “puros e impuros”, e incluso quienes se atreven
a afirmar que, quienes están contagiados, se lo han buscado ellos
mismos por haber cometido alguna imprudencia que les ha expuesto a
ello (“fruto de su propio pecado”). ¿De verdad nos estamos
deshumanizando tanto? ¿Realmente podemos llegar a ser tan crueles?
No
es una actitud nueva: ya se puso de manifiesto con la crisis del
Ébola, o incluso, años más atrás, con el SIDA cuando apareció en
nuestras vidas; siempre era algo que le pasaba a los demás, o a
quién “hacía lo que no debía”… hasta que acababa uno siendo
golpeado en propias carnes por ese mal, o uno de sus allegados era el
afectado. Y entonces, ¿qué? Entonces el enrabietarse con el mundo y
con Dios pidiéndole explicaciones de por qué “nos ha tocado la
china” (con perdón de la expresión), sin pararnos a pensar en
cual era nuestra actitud previa al respecto, y con los aquejados del
mal. A
lo mejor (a lo mejor), en ese momento es cuando empezamos a
experimentar ese aislamiento, ese ser “impuro”, y nos
entristecerá el ver que no quieren nada con nosotros; que, de
repente, hemos pasado a estar en la otra orilla, y nos preguntaremos
con amargura qué le sucede a la gente, y cómo pueden ser tan
insensibles hacia nuestro dolor ya no sólo físico a causa del mal,
si no también emocional.
Quiero
pensar que a lo mejor estoy exagerando, que no hay gestos de ese
tipo, y que no se está condenando al ostracismo a las pobres
personas aquejadas por este nuevo mal que tan rápidamente se ha
extendido por el planeta. Quiero pensar que gestos como el que vimos
la semana pasada, de vecinos de la Línea de la Concepción
recibiendo a pedradas, insultos y rechazo a un autobús lleno de
gente mayor, evacuada de una residencia de ancianos, se tratan de
casos aislados. Y desde ahí, pregunto: ¿Cuál es nuestra actitud
ante estas personas que están pasando por un momento de salud tan
delicado y están tan vulnerables? ¿Somos capaces de amarlos como lo
que son; hijos e hijas de Dios, y como tales, nuestros hermanos? ¿O
con la excusa del miedo a contagiarnos les condenamos a ese estado de
marginalidad social, apartándolos como apestados, como los nuevos
leprosos “טָמֵא"
de
este año 2020?