miércoles, 29 de abril de 2009

El miedo a perder el control

Sí, todos los que me conocéis, sabéis de antemano que soy una persona extremadamente tranquila, difícil de alterar, que prefiere una sonrisa, una broma o una calmada conversación, antes que perder los papeles.
Y es que eso es lo que más miedo me da en la vida; el perder el control de lo que hago. Si fuera un alfeñique que no tiene ni media bofetada, no pasaría nada si no pudiera controlar mi genio; vendría alguien más grande y más fuerte, que me pondría la cara morada, y así, a base de golpes, iría aprendiendo modales. 
El problema es que mido 1,90 metros y peso más de 150 kgs, lo cual no me convierte precisamente en una pulga. Tengo un miedo, un pánico atroz a perder los nervios, a ser incapaz de serenarme y no distinguir amigo de enemigo, con las terribles consecuencias que ello puede conllevar. 
Pensaréis que soy un exagerado; y no es algo de lo que me sienta especialmente orgulloso; pero ya he experimentado lo que sucede a mi alrededor cuando pierdo totalmente los papeles, y no es ni bonito, ni agradable. En mis últimos arrebatos de furia (hace ya casi 10 años del último) arranqué una farola de cuajo y desconché una fachada de un puñetazo (de ahí ese sonido tan desagradable que hace mi mano derecha al cerrarse), y gracias a Dios que le dí a la pared en la que segundos antes, la persona objeto de mi furia estaba ahí apoyada hasta que se cayó al suelo. Os lo repito, NO ME SIENTO EN ABSOLUTO ORGULLOSO DE ELLO; es más, es una vergüenza que me acompañará siempre. 
Trabajar donde trabajo, donde el autocontrol de las emociones es vital, me ayudó bastante; cuando empecé, el único que llevaba el dinero a casa, a una familia de 5 miembros era yo; y el que dependieran de mí, fue la mejor disciplina para aprender a tener el genio a raya; al fin y al cabo, mi familia no tiene la culpa de mis rabietas, por lo que no deberían sufrir las consecuencias. 
Y aprendí; he aprendido a tener las emociones a raya. A tragarme el orgullo, la rabia, el dolor, la frustración... ser un perfecto autómata capaz de conservar la sangre fría para que los clientes no tengan que ver la fealdad de las emociones. Misión cumplida... tal vez demasiado bien. A base de tragarme todas las emociones, no he sabido parar, y se puede decir que a día de hoy soy un castrado emocional. No muestro emoción alguna, ni buena ni mala, por temor a sus consecuencias, por eso soy una persona tan despegada, que le cuesta incluso el tener un gesto tan normal con mis amigos como puede ser un abrazo.
Es una putada, pero por querer tener enjaulado ese monstruo que llevo dentro, dejo también encerrada la parte de mí que siente y que vive las cosas desde el corazón; sólo por el miedo a volver a dejar suelto al capullo de los primeros párrafos que no sabe frenarse... y suma y sigue, y suma y sigue. Diariamente, continuo acumulando todas las desazones del día sin atreverme a gritar ni nada por el estilo para desahogarme; y le siento ahí: gritando, gruñendo, arañando las paredes de su prisión pugnando por salir; rugiendo sus ansias de libertad; y mi yo racional, manteniendo la llave, no queriendo dejarle salir por temor a las consecuencias.
Esta dualidad soy yo; es la que tenemos todos, sólo que la mía está un poco más acentuada; dividida en dos entidades antagónicas que no se atreven a coexistir.

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