En mis tiempos, nuestra vida era mucho más corta, por lo
que era muy normal que a vuestra edad ya estuviésemos prometidos o casados. Yo
estaba prometida con un hombre llamado José, que trabajaba de carpintero en
Nazaret.
Un día, un ángel
vino a darme una noticia: El Señor (que es como llamábamos a Dios) me había
elegido para ser la madre de aquel que todos esperábamos.
Al principio sentí un poco de miedo; no esperaba que un
ángel se me apareciera así, de buenas a primeras; y menos que encima me hiciera
ese anuncio. Después vino la duda; nunca había estado con ningún chico; aunque
estábamos prometidos, José nunca me había tocado ni un pelo; pues estaba mal
visto, y había que esperar a que estuviéramos casados. Hasta que no viviésemos
juntos, no pensaríamos en formar una familia como es debido. Así se lo dije al
ángel: “¿Cómo voy a ser madre, si no conozco varón?” Él me tranquilizó, me dijo
que el Señor derramaría su espíritu, y podría ser madre de su hijo.
El miedo volvió.
¿Ser madre yo? ¿Sin estar casada? ¿Qué diría la gente? Sabía perfectamente lo
que dirían: ser madre soltera estaba muy mal visto en mi época; más aún si no
se sabía quién era el padre. Pensarían que sería de José, que no habíamos
podido esperarnos a estar casados; o pensarían que le habría engañado (y
supongo que tenéis una palabra para definir a las chicas que actúan así,
¿verdad?) ¿Y José? Los dos sabíamos perfectamente que no me había tocado un
pelo; el pensaría que le habría engañado con otro. Eso también me daba mucho
miedo… seguramente me dejaría, dejaría de quererme (y yo le quería con locura,
como ya sabéis que se puede llegar a querer a una persona de la que estás
enamorada), no habría boda; y públicamente, ya sabéis qué es lo que me
llamarían. La gente dejaría de hablarme, me retirarían el saludo, y no podría
ni entrar al templo a rezar. Allá donde fuera, me señalarían con el dedo, y
hablarían de mí a mis espaldas. Es más, la ley de nuestros padres decía que se
me podría llegar a condenar a morir apedreada.
Pero también sabía
que Dios quería que su hijo viniese al mundo; nuestro pueblo se había alejado
del amor de Dios; la gente no tenía esperanza, vivían sin fuerzas ni valor;
vivían con tristeza, y sólo le preocupaba el cumplir la ley de Moisés y estar
en una posición mejor que la del vecino. Ser mejores que el otro, tener más que
el otro… eso era lo único que le importaba a los hombres. Ese niño tenía que
nacer, tenía que devolverle a la humanidad el amor, la esperanza, la caridad… y
Dios me había elegido a mí para traerle al mundo. Iba a tener dificultades, sí.
Me arriesgaba, por supuesto; pero en el amor, nada es fácil. ¿Qué otra
respuesta podía dar? Elegí decir que SÍ.
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