A
la tierna edad de 6 años, en el colegio, me enamoré por primera vez
de una chica; enamoramiento que se prolongó durante toda mi vida
estudiantil en la ya extinta E.G.B (es decir, desde los 6, hasta los
13 años). Durante aquellos
años, la admiraba así, como de lejos, en silencio, presa de mi
timidez, sin atreverme a profesarle mis sentimientos; y
sin embargo, sólo tenía ojos para ella. Podía quedarme mirando así
como alelado su cara, sus expresiones, perder mi mirada en su pelo,
sumergirme en sus ojos, embriagarme de su risa, y con eso me
conformaba y me conformé durante años. No pedía más: era alegre
de verla así, risueña y feliz, y la admiraba y amaba sin que ella
lo supiera.
Mas…
¡Ay, que la pubertad empezaba a asomar la patita ahí, a la vuelta
de la esquina! No pude resistir más tanto silencio, tanta distancia,
tanto el no saber ella nada, y decidí lanzarme; al fin y al cabo, el
amor no es egoísta, y el no querer compartirlo, se me antojaba un
tremendo egoísmo por mi parte; además, si alguien estuviera así de
enamorad@ de mí, me gustaría saberlo. ¡Venga! Fuera miedos, fuera
inseguridad; cojo carrerilla, un paso, dos pasos, tres zancadas, un
salto para tirarme a la piscina y… Creo que lo que pasó después
no se puede definir de mejor manera que con la expresión/paralelismo
“no había agua”. Mentalmente, me había preparado para un
rechazo; incluso para la tan dolorosa frase de siempre “podemos
seguir siendo amigos”… pero no, un estallido de carcajadas
seguido de una burla (o serie de ellas, ya no recuerdo bien; a partir
de esa primera sentí caer un helado chorro de agua de decepción a
lo largo de mi espalda que me hizo trasladarme mentalmente a
kilómetros de aquel lugar, queriendo
huir de esa horrible realidad)
fue la respuesta que recibí. Cualquier
herida física que hubiera tenido hasta aquel día, era una tontería
en comparación al daño interior que sufrí ese día; fue como un
desgarro por dentro. Y aún así, no podía dejar de quererla, me
resultaba imposible no quedarme absorto mirándola, seguía
queriéndola.
Hagamos
ahora un ejercicio de paralelismo: Pongamos a Dios en mi papel, y a
las personas en el lugar de aquella chica. ¿Somos conscientes de ese
amor inmenso, discreto y callado que Dios nos profesa? ¿Nos
gustaría que nos lo hiciese saber? ¿Cuantos de nosotros no habremos
reaccionado, al menos alguna vez, como esa muchacha hizo conmigo?
Estoy seguro que más de alguna persona, leyendo la situación
descrita, se habrá sentido identificada porque le habrá sucedido
algo similar. Si sabemos de ese dolor lacerante que nos recorrió por
dentro, ¿por qué provocarlo nosotros? Si hemos amado con esa
ternura y esa intensidad nosotros, que somos un comino en comparación
con Dios, ¡Cuán grande no será el amor que ÉL nos profesa en
comparación! ¿Y vamos a
atrevernos a rechazarlo, a reírnos, a burlarnos de quien nos ama de
esa manera? Crueles, muy crueles seríamos si nos atreviésemos a
ello. Y, sin embargo, al igual que me sucedió a mí, Dios no puede
dejar de querernos; nos sigue amando así, incondicionalmente, con
locura, y con una miopía selectiva hacia nuestros fallos y desdenes.
¡Cuánto, cuánto tenemos que aprender del AMOR (así, con
mayúsculas)!
¿Qué
pasó con aquella chica (seguro que más de uno se preguntará)?
Actualmente somos amigos; tras unos años sin saber el uno del otro
(en parte porque me vine con mi familia a vivir a Torrejón cuando
cumplí los 15 años), recuperamos el contacto, y de vez en cuando
charlamos, nos echamos unas
risas, y compartimos fotos de nuestros peques. Porque ese es también
un rasgo del Amor que Dios nos profesa y enseña: perdonar el daño
que nos hayan podido producir, y hacer borrón y cuenta nueva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario