lunes, 5 de febrero de 2018

Amores no correspondidos

   A la tierna edad de 6 años, en el colegio, me enamoré por primera vez de una chica; enamoramiento que se prolongó durante toda mi vida estudiantil en la ya extinta E.G.B (es decir, desde los 6, hasta los 13 años). Durante aquellos años, la admiraba así, como de lejos, en silencio, presa de mi timidez, sin atreverme a profesarle mis sentimientos; y sin embargo, sólo tenía ojos para ella. Podía quedarme mirando así como alelado su cara, sus expresiones, perder mi mirada en su pelo, sumergirme en sus ojos, embriagarme de su risa, y con eso me conformaba y me conformé durante años. No pedía más: era alegre de verla así, risueña y feliz, y la admiraba y amaba sin que ella lo supiera.
   Mas… ¡Ay, que la pubertad empezaba a asomar la patita ahí, a la vuelta de la esquina! No pude resistir más tanto silencio, tanta distancia, tanto el no saber ella nada, y decidí lanzarme; al fin y al cabo, el amor no es egoísta, y el no querer compartirlo, se me antojaba un tremendo egoísmo por mi parte; además, si alguien estuviera así de enamorad@ de mí, me gustaría saberlo. ¡Venga! Fuera miedos, fuera inseguridad; cojo carrerilla, un paso, dos pasos, tres zancadas, un salto para tirarme a la piscina y… Creo que lo que pasó después no se puede definir de mejor manera que con la expresión/paralelismo “no había agua”. Mentalmente, me había preparado para un rechazo; incluso para la tan dolorosa frase de siempre “podemos seguir siendo amigos”… pero no, un estallido de carcajadas seguido de una burla (o serie de ellas, ya no recuerdo bien; a partir de esa primera sentí caer un helado chorro de agua de decepción a lo largo de mi espalda que me hizo trasladarme mentalmente a kilómetros de aquel lugar, queriendo huir de esa horrible realidad) fue la respuesta que recibí. Cualquier herida física que hubiera tenido hasta aquel día, era una tontería en comparación al daño interior que sufrí ese día; fue como un desgarro por dentro. Y aún así, no podía dejar de quererla, me resultaba imposible no quedarme absorto mirándola, seguía queriéndola.
   Hagamos ahora un ejercicio de paralelismo: Pongamos a Dios en mi papel, y a las personas en el lugar de aquella chica. ¿Somos conscientes de ese amor inmenso, discreto y callado que Dios nos profesa? ¿Nos gustaría que nos lo hiciese saber? ¿Cuantos de nosotros no habremos reaccionado, al menos alguna vez, como esa muchacha hizo conmigo? Estoy seguro que más de alguna persona, leyendo la situación descrita, se habrá sentido identificada porque le habrá sucedido algo similar. Si sabemos de ese dolor lacerante que nos recorrió por dentro, ¿por qué provocarlo nosotros? Si hemos amado con esa ternura y esa intensidad nosotros, que somos un comino en comparación con Dios, ¡Cuán grande no será el amor que ÉL nos profesa en comparación! ¿Y vamos a atrevernos a rechazarlo, a reírnos, a burlarnos de quien nos ama de esa manera? Crueles, muy crueles seríamos si nos atreviésemos a ello. Y, sin embargo, al igual que me sucedió a mí, Dios no puede dejar de querernos; nos sigue amando así, incondicionalmente, con locura, y con una miopía selectiva hacia nuestros fallos y desdenes. ¡Cuánto, cuánto tenemos que aprender del AMOR (así, con mayúsculas)!

    ¿Qué pasó con aquella chica (seguro que más de uno se preguntará)? Actualmente somos amigos; tras unos años sin saber el uno del otro (en parte porque me vine con mi familia a vivir a Torrejón cuando cumplí los 15 años), recuperamos el contacto, y de vez en cuando charlamos, nos echamos unas risas, y compartimos fotos de nuestros peques. Porque ese es también un rasgo del Amor que Dios nos profesa y enseña: perdonar el daño que nos hayan podido producir, y hacer borrón y cuenta nueva.


No hay comentarios:

Publicar un comentario