Es Sábado por la noche y oigo las sirenas de las ambulancias desde mi balcón, al que he salido a tomar el fresco.
Aunque sé que son necesarias, aunque sé que van precisamente en auxilio de alguien, he de reconocer que un escalofrío recorre mi cuerpo siempre que oigo ese sonido.
No, no me gusta el llanto de sus sirenas, las cuales, cual lamento de Banshees, no presagian nada bueno. Si las oigo gritar, si oigo ese gemido artificial, sé que nada bueno ha pasado; sé que alguien necesita ayuda, y que los minutos (o quizá horas) que han pasado desde que la fatalidad se ha producido, hasta la llegada de estas modernas entidades, se hacen eternos y angustiosos; con la incertidumbre de si ese sonido significará la salvación, o si, como el ente sobrenatural de la mitología irlandesa, son un presagio del triste final.
No, no me gusta oír el sonido de las sirenas de las ambulancias. Quien quiera que seas, tú que la esperas, seas hombre o mujer; rico o pobre, independientemente del color de tu piel, tus tendencias políticas o la fe que profeses (o aunque seas ate@), sólo espero que no sea nada grave, y que el lamento que rompe el silencio de la noche sólo signifique el advenimiento de un final feliz a tu desventura de esta noche.
Buenas noches, y hasta mañana, si el de arriba quiere.
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