miércoles, 22 de julio de 2009

Capitulo III El hielo y el calor

El calor se va filtrando poco a poco por la habitación. No hay duda que este verano nos va a castigar de manera inmisericorde; poniendo a prueba nuestro aguante contra el desgaste psicológico que supone la bocanada de aire cálido a la que hemos de hacer frente.

Te observo con detenimiento... la respiración se ha vuelto trabajosa, y algunas perlas de sudor comienzan a poblar tu frente.

Me dirijo a la pequeña cocina, y disfruto del lento placer que me supone el poder aliviar mi reseca garganta con un poco de agua fresca.

Regreso a la cama con las manos a la espalda y una sonrisa pícara en los labios. Continúo aproximándome hasta sentarme a tu lado, y, con suavidad, deposito un beso en tus labios; mientras furtivamente, llevo mis manos de mii espalda a la tuya. Con un sobresalto te separas de mí, a la par que veo una expresión de sorpresa dibujarse en tu rostro. Lentamente voy describiendo pequeños círculos por el mapa de tu piel con el par de hielos que tenía en mis manos.

El hielo se desliza con suavidad por tu espalda antes tensa, con la misma facilidad que lo hace la mantequilla que se derrite sobre la caliente base de teflón de la sartén. Decido recorrer de forma ascendente tu espalda con mis manos a la vez que continúo besándote, y las llevo a tus mejillas, antes ardorosas, al punto templadas.

Tu organismo agradece el refrescante cambio de temperatura, y lo noto en el decreciente ritmo de tus pulsaciones. Comienzo a descender por tu cuello, aunque no me entretengo demasiado para no estropearte la garganta, y así llegar antes a tus clavículas. Mis manos siguen recorriendo la línea vertical de tus brazos hasta que nuestras manos se unen y los dedos se entrelazan en un cálido abrazo que aprisiona el hielo y su gélido contacto.

El frío retoma su recorrido por la cara interna de los brazos hasta volver a la base de tu cuello, atacando sin piedad su vulnerable piel y descendiendo al pecho, recorriendo sin prisa pero sin pausa, el valle que conforman tus senos, creando un pequeño riachuelo a partir del helado y líquido rastro que van dejando los hielos al deshacerse. Estos comienzan a tomar sendas distintas y bordear aquellos dos montes por la zona inferior; continúan y continúan arrimándose tímidamente a las axilas, para después escalar esas cúspides que se elevan y descienden al compás de tu respiración, la cual se torna más y más profunda.

La helada tortura alcanza la cima de tus pechos; la extrema dureza de su corona es atacada sin ningún tipo de misericordia por los gélidos prisioneros de mis dedos mientras tus besos se vuelven más intensos y agitados, como queriendo pagar con ellos la liberación de semejante tormento; a la vez que los actuales objetivos de los hielos comienzan a agitarse y endurecerse, como dos volcanes a punto de entrar en erupción. Comienzo el descenso por tu tórax llegando a las caderas, moldeándolas con mi frío tacto, volviendo a subir a tu diafragma, para volver a tomar el camino de bajada. Mientras mi mano izquierda se entretiene en dar vueltas alrededor de tu ombligo, la derecha se eleva para dejar caer un par de gotas de deshielo sobre la cavidad de tu abdomen.

Después, ambas manos comienzan a recorrer paralelas tus muslos, tus rodillas, tus tobillos... para después entretenerse en el empeine de los pies y perderse entre los dedos, derramando los hielos parte de su esencia y su ser; como un guerrero moribundo, herido de amor y sangrando sobre el mapa de tu cuerpo. La respiración se hace más profunda; los músculos, antes tensos por el shock térmico, comienzan a relajarse... con la excepción de tus pechos enhiestos, producto a medias entre el frío y la excitación. Se yerguen orgullosos, endurecidos, desafiantes... retándome a escalarlos, poseerlos, someterlos; provocándome a atacarlos con mis labios como arma y, a la vez, suplicando protección contra la gélida amenaza que hace unos instantes los torturaban.

Pero los fríos agresores aún no han acabado la invasión y conquista del territorio de tu anatomía. El camino ascendente por esas dos columnas que sostienen el templo de tu cuerpo, da lugar por sus flancos internos; la trayectoria que llevan es obvia, el objetivo: aquella pequeña gruta oculta en el bosque de tu intimidad y del que todos hemos salido, pero jamás vuelto a entrar más que por unos instantes y sólo con una pequeña parte de nuestro ser...

Los pequeños, fríos y húmedos fragmentos que antes eran dos cubitos de hielo, comienzan a recorrer el prohibido terreno de tus ingles, impregnándose de tu calor, llenándote de lenta y placentera agonía. Posteriormente, se pierden en el bosque de tu pubis, enmarañándose, y a veces quedando atrapados entre el vello que lo puebla.

Mas al final, los agotados viajeros encuentran la entrada de tu intimidad, como si de una gruta del tesoro se tratase; entreteniéndose en todos y cada uno de los detalles de su entrada; hablando de tú a tú con el guardián de la entrada, rodeándole y abrazándole, para después en su extrema intrepidez, acceder a la meta largamente esperada, introduciéndose en ti. Tu cara se contrae a la par que tu boca dibuja la inconfundible expresión de proferir un grito; mas ningún sonido sale de tu garganta... es un alarido mudo de dolor, dolor frío.

Me sitúo encima de ti queriendo apagar las llamas heladas de tu cuerpo con el amante calor del mío, y, como el héroe de cualquier historia, llego raudo al rescate sabiendo lo que hay que hacer.

Entro en ti y observo en seguida el contraste de temperaturas en tu interior. Poco a poco, voy cubriendo de besos el reguero dejado por los hielos mientras tu respiración continúa agitándose. El movimiento pendular de mi cuerpo sobre el tuyo se va tornando cada vez más intenso, mientras siento cómo tu s uñas recorren la piel de mi espalda, tus piernas rodean mi pelvis, aprisionándome, como queriendo evitar a toda costa mi marcha; y tus quejas entrecortadas invaden mis oídos hasta que no hay otro sonido en mi mente.

Mis manos se deslizan por todo el mapa de tu piel, explorando con seguridad tu cuerpo: desde la cordillera de tu pecho, pasando por la llanura de tu espalda, las sinuosas curvas de tus caderas... hasta llegar al bosque pubiano y volver a recorrer el camino a la inversa.

Justo en ese momento, cuando los gélidos torturadores terminan por deshacerse, estallo en un torrente placentero, casi místico, derramando mi alma, mi ser, en tu interior; arrasando y consumiendo por completo cualquier rastro de frío que quedase dentro de tu cuerpo. Entonces, agotado y sudoroso, me dejo caer a tu lado; sintiendo como si un círculo extraño y misterioso se hubiese completado, sabiendo que tú eres parte de mí, como yo lo soy de ti...

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