martes, 18 de diciembre de 2012

Los hombres nunca lloran.

Este era el aspecto que tenía cuando
escribí este relato.
   Como comenté en su día, cuando estaba en 4° de la ESO, recién llegado a Torrejón, me atreví a participar en un concurso de literatura. Aquella vez, era la primera que me atrevía a hacer un relato corto y presentarlo. Con eso de que fue el primero, y sabiendo que soy así de despistado y desastre, me hice varias copias. Por desgracia, a día de hoy, no sé donde han ido a parar; por lo que, haciendo acopio de memoria de lo que fue ese primer relato y, dándole un poco más de contenido con la madurez y experiencia que me han dado los años, os presento hoy aquí, y en primicia, una versión revisada y mejorada.
   Espero sinceramente que os guste.

 







   Los hombres nunca lloran.

¿Y cómo es él?
¿En qué lugar se enamoró de ti?
¿De donde es?
¿A qué dedica el tiempo libre?
Pregúntale
¿Por qué ha robado un trozo de mi vida?
Es un ladrón, que me ha robado todo...

   Manolo apagó el equipo de música. La canción de José Luis Perales le aguijoneaba hoy de manera especialmente hiriente; le daba donde dolía, y era uno de esos días en los que cualquier cosa podía hacerle saltar.

  Aún estaba tratando de asimilarlo, de hacerse a la idea de su pérdida: Tantos años a su lado, tantos años juntos, tantos años de pupitre con pupitre en clase, de estudiar juntos, preparar exámenes, ir a excursiones, el entrar al instituto... Todos esos años, todas esas vivencias, dejan huella, y eso él lo sabía muy bien. Esa relación de compañeros de clase desembocó en amistad y, antes de darse cuenta, sin comerlo ni beberlo, se había descubierto a sí mismo mirándola con otros ojos. 

   Fueron, a partir de entonces, años de observarla en silencio para apartar la mirada cuando ella se giraba hacia él; años de admirarla en secreto, años de sonreír tiernamente cuando se acordaba de ella, años de no atreverse a dar el paso por temor a perder la amistad y la confianza, y con ello, perderla para siempre. Años de amarla y sufrir en silencio; años de querer decírselo y no atreverse. Años en los que, estuvo a su lado, como su sombra, como su mejor amigo, como su ángel protector. Años en los que él se había convertido en una parte imprescindible en la vida de ella, en los que le prestaba un oído para escucharla, y un hombro en el que derramar sus lágrimas. Ese era el mayor contacto que tenía con ella, y para él era suficiente.

   Pero no todo dura para siempre, la situación o iba a poder mantenerse inmutable, y un día, alguien se cruzó, y le arrebató lo que para él era el tesoro más preciado; se la habían arrebatado. ¿Quien? ¿Cuando? ¿Donde? ¿De donde había salido? ¿Cómo había sucedido? Ese torbellino de preguntas le recorrían la cabeza dando vueltas a su confusa y abotargada mente como un tiovivo. 

   Tanto tiempo, tantas vivencias, y ella no se había dado cuenta de nada; y ahora, cuando menos se lo esperaba, en la levedad de los instantes que no pasaban juntos alguien le había tomado la delantera. Estaba dolido, fastidiado, jodido... sentía que le habían herido profundamente, y que había perdido algo muy importante. Sentía tanto dolor que notaba el picor en los ojos que no sentía desde que era pequeño, desde aquella vez que lloraba por una herida que se hizo en la rodilla y su padre le dijo muy serio: "Hijo, ya eres mayor, te estás haciendo un hombre y atiéndeme a una cosa: Los hombres nunca lloran" 

   Aquella sentencia de su padre se había quedado grabado en su interior a fuego, y desde entonces, se prometió a sí mismo no volver a hacerlo nunca más. Ahora se encontraba luchando con sus convicciones de un lado, y su dolor en las líneas enemigas. Parece que las órdenes de su padre eran más fuertes, pero sólo por que había quedado con ella para dar una vuelta, y estaba a punto de llegar.

   Cuando sonó el timbre, tuvo que hacer un gran esfuerzo para no saltar de la misma manera que su corazón lo hacía, ni para abalanzarse hacia la puerta como si hubiera estado esperándola con ansia. "Sonríe como siempre" se dijo a sí mismo, "que no sospeche lo que te pasa". Tras el breve y acostumbrado saludo de dos amigos de toda la vida, comenzaron a pasear.

- ¿Cómo estás?

- Como siempre, ya sabes: mucho trabajo, poco tiempo para desarrollarlo, y cada vez menos personal para hacerlo.- Respondió él.

- Manolo, te conozco de toda la vida, y sé perfectamente que te pasa algo. Ya sé que acostumbras a ponerte esa máscara de hombre de piedra al que nada le afecta.

- No empieces, Laura

- ¡Manolo!.- Le espetó ella. - Llevas toda la vida cuidando de mí; ¿no es justo que por una vez te dejes cuidar?

- ¿Por quién? ¿Por ti? Dudo mucho que seas capaz de ello a juzgar por todo lo que he tenido que ver de ti.

- Pero ¿Se puede saber qué te pasa?.- Se empezó a enfadar ella

- Me pasa que llevo toda la vida a tu lado, ayudándote, protegiéndote. Sé perfectamente de lo que eres o no capaz; de lo que puedes abordar y lo que no. ¿Y pretendes ayudarme? Me temo que es un poco tarde para ello. Además, si es algo que ni yo puedo manejar ¿Qué te hace pensar que tú sí podrás?

- Manolo, te estás pasando.

- ¿Que me estoy pasando? No tienes ni puta idea. No sabes por todo lo que he tenido que pasar, que soportar y sufrir, ni por lo que estoy pasando ahora mismo. ¿Y por qué? Porque tú siempre has estado entre algodones, por que siempre ha habido alguien cuidando de ti, apartándote cada piedra del camino, dispuesto a recogerte si caías... Para ti ha sido todo muy, pero que muy fácil; y hay quien se ha llevado todas las ostias que la vida da y que estaban destinadas a ti. ¿Qué vas a saber tú de la vida? ¿Cómo vas a pretender ayudar a alguien si no has sabido jamás cuidar ni de ti misma?

   La incredulidad se mezcló con rabia en el interior de Laura. Ambas se reflejaban en su rostro, y se dejaron ver en unas furibundas lágrimas que brotaron de sus ojos.

- Eres... ¡eres un imbécil!.- Dijo enfurecida -¿Ves esto, gilipollas insensible?.- Preguntó señalándose los surcos que su llanto dejaba en sus mejillas. - ¡Son lágrimas, maldito estúpido, y no te hace menos hombre soltarlas! ¿Dices que yo no soy capaz de cuidar de los demás por que no soy capaz de cuidar de mí misma? Para sacar a alguien del pozo de la tristeza, hay que saber sentirla. No puedes cuidar de alguien si no conoces lo que siente. Me parece mentira que alguien como tú estuviera a mi lado tantos años. ¿Tan superior te sientes? No te preocupes, que jamás tendrás que volver a cuidar de mí. 

   Apretó a correr dejándole ahí de pie, observándola con un fingido gesto de indiferencia. Al final había pasado lo que él siempre había temido. La acababa de perder. A la distancia a la que se encontraba ya no podría oír el sollozo que había estado reprimiendo. "¡Al cuerno lo que dijo mi padre!" Pensó "Lo necesito" y las lágrimas empezaron a salir a borbotones. Miró en dirección a ella por última vez; parece que la discusión también la había afectado: en su huida había tropezado y se había caído. 

   Con horror, observó como un vehículo con sin luces se dirigía a toda velocidad a donde ella estaba tirada. Sin saber de donde le vinieron las fuerzas, Manolo cruzó la distancia en unas pocas zancadas "¡Voy a llegar a tiempo! ¡voy a llegar a tiempo!" Se decía como un mantra para darse ánimos. Cinco metros: Los recuerdos de toda una vida acudían a su mente. Cuatro metros: La nochevieja que estuvieron charlando en el descampado del barrio contándose los propósitos de año nuevo hasta que amaneció. Tres metros: El post-operatorio de su intervención de apendicitis. Dos metros: La noche que pasó abrazado a ella para consolarla cuando murió su padre. Un metro: Su cara radiante de felicidad cuando volvió de vacaciones y le dijo que tenía novio... Una última zancada y un empujón ¡había llegado a tiempo! a esa sensación le siguió un estallido de dolor y después la oscuridad.

   Despertó dolorido, con una sensación de dolor inmensa, y otra desconocida hasta entonces: la de sus fuerzas abandonándole. Notaba algo que le nublaba la visión; eran sus propias lágrimas. Frente a él, el rostro que tan bien conocía: ella también lloraba.

- ¡Manolo!

- Laura... - Dijo con un hilo de voz

- Te vas a poner bien. La ambulancia está en camino

- ¿Tú estás bien? - Cada vez le costaba más hablar

- Sí, estoy bien.- Dijo sin dejar de llorar.- Como siempre, tú estás aquí para ayudarme 

- Me temo... me temo que eso se acaba

- ¡No digas eso ni en broma! - Casi le gritó. - Te necesito, al igual que siempre te he necesitado

- Laura, yo...- Sabía que le costaría mucho decir las palabras, pero nunca se imaginó decirlas en semejantes circunstancias

- ¡Chsssst!.- Le dijo con dulzura.- Calla. Lo sé, siempre lo he sabido. Tonta de mí, siempre esperé a que te decidieras; pero nunca diste el paso y... me cansé de esperar. He sido una estúpida ¿verdad? Por que yo... yo también te quiero.

- Supongo que más vale tarde que nunca.- Dijo él sonriendo con un tanto de acidez.

- Nunca, nunca es tarde, Manolo.

- Sí, mi vida... me temo que sí lo es. Tú no quieres verlo, pero yo lo noto... Ya... ya me queda poco. Creo que hoy no me he portado bien contigo; creo que me he ganado el infierno. Así que necesito un favor: Bésame... bésame, por favor; déjame catar un poquito de cielo antes de irme al lado contrario.

   Ella negó con la cabeza y apretó mucho los ojos al cerrarlos. No quería aceptar la idea.

- Manolo, ¡te he dicho que no! No vas a morirte, no quiero que mueras... ¡YO TE NECESITO!

- Laura... ¡por favor!

   Con la cara totalmente empapada en lágrimas, Laura se acercó lentamente a él. Aquel beso, el que ambos esperaban y no terminaba de llegar, lo hizo en una situación con la que ninguno de los dos soñó jamás. Un tímido primer contacto fue seguido por otro más prolongado y tierno. Al poco, Laura notó que la respuesta iba desapareciendo; sintió que los labios que besaba perdían movilidad y temperatura. Se separó unos instantes; los justos para cerrar sus párpados y abrazarle con fuerza, como queriendo que aquel cuerpo no acompañase al alma que lo había habitado dejándola sola.

   A lo lejos, las sirenas sonaban rompiendo el silencio de la noche.

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